domingo, 31 de octubre de 2010

"Los años sombríos", de Andrés Reggiani et al.

Este libro, publicado en agosto de este año, es un interesante trabajo que es el fruto de la compilación de Andrés Reggiani -historiador y profesor en la Universidad Torcuato Di Tella-, que cuenta con un prólogo de Natalio Botana. Se centra en los años del régimen de Vichy que, entre 1940 y 1944, estuvo encabezado por el mariscal Pétain.
Andrés Reggiani nos ubica con precisión en el tiempo y el espacio, así como en los debates que se suscitaron después de la guerra. Es una cuestión de difícil tratamiento para los franceses, ya que el "Estado francés" que se instauró en el centro y sur del país colaboró con la fuerza militar que los había derrotado en una guerra rápida, en tan sólo seis semanas. ¿Fue la colaboración de unos pocos o de muchos? ¿El régimen de Vichy procuró salvar lo que quedaba de Francia ante el arrollador avance alemán, o bien colaboró activa y concientemente con la implantación de un nuevo orden basado en el racismo, el militarismo y la supremacía del Tercer Reich? ¿Hasta dónde es posible discernir claramente las fronteras que separaron a la Resistencia del régimen de Vichy? Los juicios a Klaus Barbie y a Maurice Papon han contribuido a arrojar una luz sobre este pasado traumático para los franceses, así como el recambio generacional. Las actitudes de François Mitterrand y Jacques Chirac ante los juicios a Papon y otros ex funcionarios de Vichy, es suficientemente elocuente al respecto.
El capítulo de Serge Berstein nos recuerda el clima de creciente polarización en la Tercera República en los años treinta, entre una formación de izquierda que acusaba a sus adversarios de "fascistas", y una derecha que hacía lo mismo con sus rivales, tachándolos de "comunistas". Este ambiente de creciente enrarecimiento -en el que, además, había una gran insatisfacción por la crisis económica-, fue propicio para el surgimiento de agrupaciones en la ultraderecha que, luego, colaboraron en el régimen del mariscal Pétain.
Dos capítulos de singular interés son -a mi criterio- los dedicados al coronel La Rocque y sus Croix de Feu, posteriormente Partido Social Francés y, finalmente durante el régimen de Vichy en su primera etapa, Progreso Social Francés. ¿Fue o no un fascismo francés? Claramente tributario del catolicismo social, tenía muchas características de los movimientos fascistas, aun cuando no compartía el antisemitismo de Hitler. Y es que la definición misma del fascismo es esquiva, sus contornos son difusos. Por un lado, creo que fue un recurso deliberado para sumar a los más variopintos sectores autoritarios, pero por el otro considero que esto fue el resultado de la propia incapacidad intelectual de Mussolini y sus seguidores. Si bien puedo coincidir con Winock en que La Rocque no fue el clásico fascista, el historiador Robert Soucy aporta elementos suficientes como para ubicarlo en las corrientes autoritarias que, genéricamente, encontramos en la llamada "extrema derecha".
Es por ello que me parece forzada y equivocada la opinión de Michel Winock de ubicar a La Rocque como un antecedente del gaullismo en Francia, sólo por el hecho de que ambos fueron críticos del parlamentarismo. La Rocque quería un régimen autoritario, en tanto que Charles de Gaulle quería una presidencia fuerte, tal como finalmente la plasmó en la Quinta República. La distancia es, pues, abismal.
Los capítulos de Robert Paxton sobre el juicio a Maurice Papon y el de Henry Rousso sobre el estudio de esta etapa del pretérito francés cierran el libro.
Tomo unas breves líneas de Winock que merecen ser subrayadas: "Únicamente la práctica militante, poco dada a los matices, rehusa hacer distinciones. El historiador en tanto tal no tiene cuentas que ajustar ni estandarte político que defender; se limita a preocuparse por hacer inteligible el pasado".
El libro contiene, además, una cronología de la historia francesa del período y un glosario de nombres y términos, sumamente útil para el lector.
Es una obra valiosa, encomiable, necesaria para quien busque comprender el pasado de Europa.

Andrés Reggiani (comp.), Los años sombríos. Buenos Aires, Miño y Dávila, 2010.

domingo, 24 de octubre de 2010

"La dictadura nazi", de Ian Kershaw.

Ian Kershaw es autor de una monumental biografía de Adolf Hitler que ha sido publicada en dos volúmenes. A esa obra imprescindible para quien quiera conocer la historia europea de la primera mitad del siglo XX, se añade este libro dedicado a varios puntos sujetos a debate por parte de los historiadores -durante y después de la guerra fría.
El primer aspecto controversial que señala Kershaw es la definición del nazismo: ¿fue de tipo único, fue un tipo de totalitarismo o bien un tipo de fascismo? Argumentos para cada una de las posiciones abundan. Ahora bien: este debate estuvo teñido, durante cuatro decenios, de la posición marxista leninista oficial vigente en la fenecida RDA, la Alemania oriental. Siendo este el pensamiento único vigente del otro lado de la cortina de hierro, continuó identificando al fascismo –en forma genérica- como la etapa última del capitalismo. Esta caracterización databa desde los años veinte por parte de la Komintern y en 1935 se plasmó en la definición de Dimitroff. La RDA buscaba legitimarse en contraposición a la República Federal Alemana, en la que se siguió por el camino del orden constitucional liberal, parlamentario y la economía social de mercado. ¿Eran lo mismo la RFA que el nazismo? Dejaba pendiente una sombra sobre su vecina: en ella, por su propia lógica capitalista, estaba latente el resurgimiento del fascismo.
Es claro, entonces, que todos los estudios sobre el nacionalsocialismo que se realizaron en la Alemania oriental estaban en esa dirección, teñidos por su propia ideología.
Los debates más interesantes, por consiguiente, se produjeron en la RFA, una nación libre y pluralista. Se puso en duda el concepto de “totalitarismo”, así como se cuestionó –a mi criterio, acertadamente- la sinonimia entre nazismo y fascismo. Nuevos horizontes de interpretación se abrieron con la reunificación alemana y el fin de la guerra fría, habiéndose rehabilitado el concepto de "totalitarismo". Una variante interesante y poco explorada, fue la del nazismo como un tipo de “bonapartismo”, una categoría creada por Karl Marx al analizar el golpe de 1851 en Francia por parte de Luis Napoleón Bonaparte. Creo que si los autores marxistas hubiesen trabajado con este concepto, habrían logrado interesantes contribuciones.
Concatenado con esta cuestión, pues, viene la relación entre el nazismo y el capitalismo. Yo preferiría hablar de la relación entre los nazis y los empresarios: todos ellos fueron personas de carne y hueso, con intereses, visiones, cosmovisiones, temores, deseos y apetencias que los singularizan. Que muchos empresarios apoyaron al nazismo en sus etapas iniciales, no es ningún secreto. Esto habla de la responsabilidad que muchas personas de la élite política, social y empresarial tuvieron en la destrucción de la República de Weimar que, a pesar de todos sus errores y falencias, fue un sistema infinitamente mejor que el que lo reemplazó en 1933. Para los autores marxistas, esta relación se explica como una consecuencia lógica. A mi criterio, esto fue el resultado de una serie de decisiones basadas en el error de creer que Hitler era un personaje manipulable, poco serio, al que desdeñaban por sus oscuros orígenes y que sería la aristocracia prusiana la que realmente movería los hilos del poder. Los empresarios alemanes no querían un mercado libre ni una economía abierta: buscaban que el poder los protegiera, los amparara y les asegurara la rentabilidad. Ahora bien: estos sectores empresariales no tuvieron lugar alguno en el diseño de las políticas expansionistas del nazismo y, ya durante la guerra, se vieron cada vez más reducidos en su papel de proveedores para el régimen imperante. Hitler y el movimiento nazi lograron su plena autonomía, aun cuando no planificaron centralmente la economía al estilo soviético.
De acuerdo a Ian Kershaw, el plan Cuatrienal de 1936 fue preparado en sus detalles por especialistas de la empresa IG-Farben. Este plan tenía el objetivo de llevar a Alemania a la autarquía económica e iniciar la carrera armamentista, con lo que se fortaleció el poder del movimiento nazi, más específicamente el bloque de la SS-policía-SD, reduciendo el margen del ejército y de las empresas. Muchos empresarios aplaudieron y se enriquecieron con la anexión de Austria y la invasión a Checoslovaquia, pero no aprobaron la invasión a Polonia –aun cuando, también, se enriquecieron con esta expansión-. También se beneficiaron con la denominada “arianización” de la economía, que significó la pérdida de muchas empresas de antiguos propietarios judíos a manos de empresarios cercanos al nazismo. Pero lo que remarca Kershaw es que a partir de 1936 es que los objetivos políticos e ideológicos del nazismo tuvieron primacía clara sobre la situación económica. De este modo, pues, queda bastante claro que el Estado nazi fue avanzando sobre el mundo empresarial y la propiedad privada, aunque no lo ahogó porque lo necesitaba durante la conflagración mundial para alcanzar sus objetivos de genocidio del pueblo judío y de los gitanos, la esclavización de los eslavos y la invasión de los territorios en los que construiría su Lebensraum, hacia el Este de Europa.
Me sorprende que los historiadores del nazismo no presten atención al experimento realizado en lo que ocurrió en la actual República Checa, anexada al Tercer Reich con el nombre de "protectorado de Bohemia y Moravia". Allí se aplicó una política de germanización sobre la población checa y se nacionalizaron las grandes empresas y la banca. Autores checos sostienen que fue un laboratorio de lo que se procedería a hacer con el resto de Europa central y oriental después de la guerra.
La relación de Hitler con el genocidio judío, la Shoá, es motivo de debate entre dos grandes corrientes: los intencionalistas -que sostienen que el exterminio del pueblo judío fue una política concebida por Hitler desde 1919- y los estructuralistas -que arguyen que los nazis fueron tomando medidas ad hoc en el transcurso de los años. Ian Kershaw hizo una buena síntesis de ambas posiciones, sin mencionar al negacionismo o, mal llamado, "revisionismo". Fue más visible el protagonismo de Adolf Hitler en la política exterior, aun cuando es probable que él mismo no haya tenido muy claras sus objetivos al asumir como canciller en 1933. Hitler era el ideólogo del delirio criminal racista-imperialista, el impulsor de las líneas generales y no reparaba en los detalles.
De singular interés resulta el capítulo dedicado a repasar las controversias historiográficas sobre la resistencia al régimen dictatorial. Creo que Kershaw acierta en su razonamiento de que en un régimen como el nazi, quienes tenían posibilidades reales de derrocarlo eran los miembros de la élite, pero no deja de rescatar las actitudes de oposición cotidiana de muchos alemanes comunes que no adherían al nazismo, así como de algunos sacerdotes católicos y pastores evangélicos. Sin embargo, en comparación con el fascismo italiano, el nazismo sí habría logrado mayor penetración ideológica, legitimado por sus conquistas militares y el rearme.
La reunificación alemana en 1990, el derrumbe de la Unión Soviética y el fin de la guerra fría han abierto nuevas perspectivas para el estudio de lo que fue el nazismo. Sin las anteojeras ideológicas de la guerra fría, es posible conocer mejor qué fue el nazismo y cómo se desarrolló. Qué fue, y no qué se quiere creer que fue.

Ian Kershaw, La dictadura nazi. Buenos Aires, Siglo XXI, 2004.

domingo, 17 de octubre de 2010

"Mussolini" de R. J. B. Bosworth.

La biografía que escribió el historiador australiano Richard J. B. Bosworth sobre Benito Mussolini ratificó la idea principal que siempre tuve del dictador italiano: que fue un gran fanfarrón. Esa impresión que me viene acompañando desde hace años, nació de las escenas filmadas del dictador italiano, con su gesto soberbio, claramente estudiado para intentar transmitir una imagen de –falsa- seguridad.
Con el correr de las páginas, Bosworth va recreando la vida de este personaje que se empeñó más en crear una imagen de sí mismo que en cultivar su intelecto, a pesar de que presumía de “intelectual”. Fue un hombre de lecturas salteadas, probablemente superficiales y sin formación sistemática. Quizás tomaba aquello que le resultaba útil y lo reinterpretaba a su modo tan particular. Como ocurre siempre con los dictadores, simulan que lo conocen todo y pueden opinar sobre todo. Su propio ego les impide reconocer que el conocimiento humano es limitado, falible, endeble y en las más de las veces, conjetural. Pero los hombres autoritarios no están dispuestos a admitir estas características propias de la especie humana, puesto que probablemente se sientan muy por encima del resto de los mortales, y por ello no guardan silencio. Así, Mussolini opinaba sobre política internacional y local, sobre filosofía, historia, economía y estrategia. Pretendía que sus palabras se transformaran en realidad y por ello intentó –en vano- crear un imperio italiano en África y a costa de sus vecinos en el Mediterráneo.
Esa ausencia de sistematización de su formación y pensamiento se plasmó en lo nebuloso que fue siempre el fascismo, tan difícil de definir. Sus aventuras militares fueron fracasos. Su “imperio” duró pocos años en el África, cuando Etiopía recuperó su independencia y el emperador Haile Selassie volvió a su trono. Italia, tras la segunda conflagración mundial, perdió sus posesiones coloniales en el cuerno del África, en Libia, en Grecia y su presencia en Albania.
Es muy probable que el paso de Mussolini por las filas del Partido Socialista haya sido circunstancial, dada la participación de su padre en dicha fuerza política. Porque, más allá de sus proclamadas lecturas de Marx, quizás no haya entendido mucho sobre el marxismo. Y, sin embargo, fue el director del periódico Avanti! por un tiempo, hasta que dio su apoyo público a la participación italiana en la primera guerra mundial. Los interesados en sumar su pluma al servicio de la causa de la guerra, no dudaron en apoyarlo financieramente.
Después de la "gran guerra", Mussolini se lanzó a ser candidato y fue conformando su partido fascista. Ya la misma palabra "fascio" llama a la unidad, pero no define de qué se trata. ¿Un recurso deliberado? Por mi parte, creo que Mussolini y los fascistas nunca lograron ponerse de acuerdo en un núcleo de ideas centrales de su partido, porque eran nulidades y no por una estrategia política para sumar adeptos a una causa difusa de contenido antiliberal y antisocialista. No obstante, creo que este carácter nebuloso del fascismo fue lo que le impidió un desarrollo totalitario, aun cuando Mussolini utilizó este vocablo para definirse. Y es que el fascismo nunca tuvo una idea de la historia de la humanidad, como si lo tuvieron el marxismo y el nacionalsocialismo. El comunismo y el nazismo tienen una idea lineal de la historia humana, con un principio, desarrollo y un final idílico; el fascismo carece de este elemento. Afortunadamente, ya que estas visiones de la historia humana intentaron "legitimar" sus genocidios.
Mussolini se volvió racista y antijudío cuando estableció su alianza con la Alemania nazi y, aún así, su legislación casi no se cumplía. A pesar de sus proclamas belicistas e imperiales, no logró contagiar del espíritu militar a los italianos. El dato que señala Bosworth de que el ministerio de Guerra respetaba el horario de la siesta en 1940, es un ejemplo de ello. El fascismo, pues, fue una doctrina superficial en la vida de los italianos.
Llegó al poder y se mantuvo en él por la impericia de sus rivales, por la negligencia de quienes podrían haberlo detenido y el agotamiento de la clase política, incapaz de modernizar a la Italia de entreguerras.
Dos relaciones personales de Mussolini me han llamado la atención. La primera, con Adolf Hitler. Mussolini conocía el idioma alemán, pero muchas veces no comprendía una sola palabra de lo que le decía Hitler en sus encuentros. A pesar de la importancia de estas reuniones, Mussolini simulaba comprender las palabras de Hitler, quien terminaba monologando e imponiendo sus decisiones al dictador italiano.
La segunda, la relación con su yerno Galeazzo Ciano, quien fue su ministro de relaciones exteriores. El autor establece algunos contrapuntos entre ambos personajes que resultan interesantes. Ciano se sentía a gusto en el club de golf, pero tuvo un poco de sentido común en medio de esa vorágine de la Italia en guerra. De hecho, cuando ya las fuerzas aliadas se encontraban en suelo italiano, se atrevió a votar por la deposición de su suegro en el consejo fascista. Esto le costó la vida pocos meses después.
Recomiendo la lectura de este libro, acompañándola luego de los más recientes trabajos de Emilio Gentile y el más abarcativo de Stanley Payne.
Mussolini intuyó la importancia de la imagen del líder en la sociedad moderna y trabajó incansablemente en torno a la creación del propio mito. Terminó prisionero y víctima de su imagen. Detrás de esa fachada, no hubo nada. Una tragedia que costó un millón de vidas.

R. J. B. Bosworth, Mussolini. Barcelona, Península, 2003.