jueves, 25 de octubre de 2012

"El Cairo Nuevo", de Naguib Mahfuz.

El Cairo Nuevo es una novela que Naguib Mahfuz escribió en 1945, pero la historia transcurre en el decenio de los treinta en Egipto. El protagonista es el joven estudiante de Letras Mahyub Abdudaim, de muy escasos recursos y que había adoptado una actitud escéptica ante la vida. Su falta de compromiso contrastaba con la de sus compañeros de estudios Alí Taha (socialista) y Mamún Riduan (islamista), a quienes envidiaba por sus posiciones sociales.
Mahyub Abdudaim se verá en grandes aprietos, a pocos meses de graduarse, cuando su padre caiga enfermo y le reduce drásticamente su ayuda económica. Es entonces cuando conoce el hambre y la más angustiante desesperación. Intenta pedir ayuda a un familiar rico, pero éste, sencillamente, no le prestó atención.
Lo que creyó una balsa de salvación vino de la mano de un antiguo vecino de él que supo insertarse en la función pública, Alajxidi, que logra ubicarlo en la burocracia a un precio altísimo: un matrimonio de conveniencia, para encubrir la amante de un ministro. Mahuyb accede, pero ello no será más que una ilusión pasajera que lo llevará al derrumbe.
Naguib Mahfuz no pretende crear personajes heroicos y moralizantes. La suya es una descripción descarnada, cruda, de la miseria de muchos egipcios y su desesperación para sobrevivir a cualquier precio, aún de los más nobles principios.

Naguib Mahfuz, El Cairo Nuevo. Madrid, Alianza, 2002. ISBN 84-206-7292-0

miércoles, 24 de octubre de 2012

"El orientalista", de Tom Reiss.

El libro El Orientalista de Tom Reiss es, sencillamente, fascinante. El punto de partida es la discusión, que aún persiste, sobre la autoría de la novela Alí y Nino, publicada con el seudónimo de Kurban Said y que  tiene como escenario a Azerbaiyán.
Tom Reiss comenzó a indagar sobre la vida de un autor muy popular sobre cuestiones orientales y rusas en los años treinta: Essad Bey. Y allí comienza deshilvanar la vida de Lev Nussimbaum, el joven judío de Bakú que, con su padre Abraham, un magnate petrolero, huye de la revolución bolchevique. Primero parten hacia el Asia Central, visitando principados como el de Bujara, y luego comienzan un difícil retorno por Persia hacia Azerbaiyán, en donde logró sobrevivir por escaso tiempo una república independiente. Pero con el retorno del Ejército Rojo, los Nussimbaum partieron hacia Constantinopla, pudiendo ver los momentos finales del Imperio Otomano y la ocupación de las fuerzas aliadas. De allí viajaron, junto a muchos emigrados rusos blancos hacia Francia. Abraham Nussimbaum tenía esperanzas de que la revolución bolchevique fracasara y, en consecuencia, pudiese recuperar su empresa petrolera. Sus ilusiones se fueron esfumando, así como su riqueza.
No obstante, Abraham Nussimbaum decidió que su hijo continuara su educación en Alemania, en tiempos de la República de Weimar. Decisión fatal, bien lo sabemos nosotros ahora, pero que en aquel tiempo pareció lógica por la instrucción que ya había recibido en alemán el adolescente Lev. 
Tras un tiempo en una escuela de élite, se trasladaron a Berlín, en donde prosiguió sus estudios en un colegio para emigrados rusos monárquicos. Cuando todavía no había obtenido el diploma del secundario, se inscribió como estudiante en el Instituto Oriental de Berlín, asistiendo por la noche a sus cursos universitarios, sin que las autoridades de la casa de altos estudios advirtieran la irregularidad. Fue en ese tiempo que adoptó su nuevo nombre: Essad Bey, convirtiéndose al Islam en la embajada turca.
Comenzó a escribir sobre el Oriente y la revolución bolchevique con un ritmo frenético. El mundo académico lo desdeñó, pero ello no hizo más que acentuar su excentricidad en la Alemania de Weimar.
Paradojalmente, muchos de sus libros sobre la Unión Soviética fueron utilizados por la ultraderecha en ascenso, a pesar de que circulaban sospechas sobre la identidad judía de Essad Bey que, a la vez que se presentaba como un príncipe azerbaiyano, seguía viviendo con su padre Abraham Nussimbaum.
Desprovisto de un pasaporte ruso, debió utilizar el que le proveyó la Sociedad de las Naciones. En los años treinta contrajo matrimonio con Erika Loewendahl, hija de un acaudalado empresario de zapatos. Viajó con su familia política y su padre a los Estados Unidos para explorar la posibilidad de radicarse allí, ante el ascenso del nazismo, pero luego retornó a Austria junto a su esposa, que después le exigió el divorcio. Atrapado por el Anschluss en 1938, intentó en vano convencer a las autoridades de que era ario pero que su documentación probatoria había sido destruida por los bolcheviques. Recibió el apoyo de algunos amigos en Austria y Alemania, y es posible que en este período haya comenzado a publicar bajo el seudónimo de Kurban Said, ya que como Essad Bey había sido expulsado de la Asociación de autores alemanes.
Su último tiempo vivió en Positano, Italia, escribiendo y muy enfermo, hasta que finalmente murió antes de que finalizara la guerra. Se sospecha que su padre Abraham Nussimbaum fue deportado a los campos de exterminio en Polonia.
Tom Reiss señala que Lev Nussimbaum/Essad Bey/Kurban Said se inscribe en una tradición de orientalistas judíos que se inició en la centuria decimonónica y que luego se perdió. Tenían una visión positiva y de simpatía por el mundo árabe y musulmán, por lo que la conversión de Lev Nussimbaum no fue un episodio extraño, sobre todo para quien había vivido en el ambiente cruzado por lo occidental y oriental como lo fue el Bakú en tiempos del Imperio Ruso. 
El autor acompaña el relato de esta vida con explicaciones acertadas sobre el clima intelectual y político del Cáucaso, Rusia y la Alemania de entreguerras. El estilo es dinámico, fresco, sabrosamente narrado.

Tom Reiss, El Orientalista. Barcelona, Anagrama, 2005. ISBN 978-84-339-7442-6

sábado, 20 de octubre de 2012

"Naguib Mahfouz's Egypt: Existential Themes in his Writings", de Haim Gordon.

El libro Naguib Mahfouz's Egypt: Existential Themes in his Writings es un trabajo de exploración en varias novelas y algunos cuentos del escritor egipcio Naguib Mahfuz, que fue galardonado con el premio Nobel de Literatura en 1988.
El autor se encontró varias veces con el autor para bucear en los libros, buscando rastros de las grandes cuestiones existenciales para el egipcio del siglo XX.
Haim Gordon rastrea las características principales de la sociedad egipcia en las páginas de Mahfuz, señalando algunas huidas que considera significativas: de la libertad, de la confrontación y de asumir la situación de la mujer en ese país. 
Lo cierto es que Mahfuz no intenta ser otra cosa que un narrador, aun cuando en la elección de sus personajes queda claro que procura poner sobre el papel las tensiones de una sociedad que enfrentó su modernización como consecuencia de la segunda guerra mundial y, luego, a partir del gobierno de Nasser. El choque de la tradición con la modernidad, asumida como la incorporación de bienes materiales y el ascenso social a cualquier precio, son elementos presentes en la obra del autor egipcio. 
Si bien es cierto que Mahfuz no trata sobre la falta de libertad en esos decenios en su patria, quizás no lo considerara deseable o, tal vez, no la comprendiera tal como se la concibe en Occidente, al que nunca visitó, ni siquiera cuando obtuvo el premio Nobel. 
En algunos tramos del libro, Haim Gordon pareciera exigir más de lo que Mahfuz estaba dispuesto a escribir. ¿Estaba dispuesto, quería o podía? Pues no lo sabemos, pero allí nos dejó una cuantiosa obra, que se lee con gusto, y que nos ayuda a adentrarnos en el mundo egipcio contemporáneo.

Haim GordonNaguib Mahfouz's Egypt: Existential Themes in his Writings. New York, Greenwood, 1990.

viernes, 28 de septiembre de 2012

"El espejo de Heródoto", de François Hartog.

A mi criterio, El espejo de Heródoto es un libro excepcional por la calidad de sus reflexiones sobre la alteridad, partiendo del texto clásico de Heródoto conocido como Los nueve libros de la HistoriaFrançois Hartog explora no sólo las polémicas que ha despertado en los últimos veinticinco siglos, sino la fabricación de los otros por parte del autor griego, tomando como centro a los escitas.
¿Por qué los escitas y no los persas? Porque los escitas eran los otros en un triple juego. De acuerdo a la visión griega, los persas no sabían combatir, puesto que se basaban en la caballería y los arqueros, en tanto que los hijos de la Hélade lo hacían con los hoplitas, en la batalla cuerpo a cuerpo. Pero cuando los persas invaden infructuosamente la Escitia, combatirán de un modo convencional que los aproximará a los hoplitas, en tanto que los escitas nómadas rehuirán, una y otra vez para desconcierto de los invasores, sin prestarse a la batalla cara a cara. No obstante, el triple juego identificará a los escitas con los griegos en su lucha por la libertad de su pueblo frente a un invasor común, los persas. El escita nómada, el griego hombre de la polis; el escita que es gobernado por la realeza, el griego que vive en la isonomía; el escita que tiene menos dioses que los griegos; el escita que rechaza a quienes han adoptado parte de las costumbres y tradiciones helénicas. Y, a su vez, hay un otro que resulta un otro exótico por antonomasia -tomo la expresión de Emmanuel Taub- que son las amazonas, frente a las cuales los escitas se convierten en casi griegos.
En definitiva, ¿cuánto hablamos de nosotros al referirnos a los otros? Es ése el espejo en el que se mira Heródoto, en el que nos contemplamos en nuestro discurso de la alteridad.
Libro de singular inteligencia y disparador feliz de nuevas interrogantes sobre el oficio del historiador, a partir de quien muchos sostienen -sostenemos- que fue el padre del estudio del pasado humano. Un texto para volver una y otra vez, en sucesivas lecturas, acompañado del precioso legado que nos dejó Heródoto y que, afortunadamente, llegó hasta nuestros días.

François Hartog, El espejo de Heródoto. Buenos Aires, FCE, 2003. ISBN 950-557-591-2

sábado, 15 de septiembre de 2012

"Hirohito and the Making of Modern Japan", de Herbert Bix.

El Emperador Hirohito (1901-1989) de Japón es una de las figuras más controvertidas de la segunda guerra mundial. Por un lado, están quienes afirman que estuvo fuertemente involucrado en las decisiones que llevaron a su nación a la invasión a Manchuria, China y la guerra en el Pacífico contra Estados Unidos, Gran Bretaña y Holanda; por el otro, quienes niegan este protagonismo y lo colocan como un monarca que sólo a último momento, cuando las bombas atómicas asolaron Nagasaki e Hiroshima, intervino para detener a las tropas. El libro de Herbert Bix se inscribe en esta segunda corriente.
Heredero de la estructura imperial de la restauración Meiji, su padre el emperador Yoshihito (era Taishō) fue una figura débil y enferma que formalmente reinó en el breve período de 1912 a 1926, pero que en sus últimos cinco años precisó la regencia de su hijo Hirohito. Desde muy joven recibió una educación marcial, política y religiosa con la impronta idealizada de su abuelo Meiji, cuyo modelo debía emular. Heredero de la ideología imperial del kokutai, que ponía en el monarca el centro de las decisiones políticas, económicas y militares de Japón, Hirohito recibió una larga educación en los principios que sustentaban la Constitución Meiji de 1889. De acuerdo a esta carta constitucional, que tomó el modelo prusiano de la época, el primer ministro era responsable sólo ante el Emperador; la Dieta imperial se reunía brevemente para aprobar impuestos y el presupuesto, en tanto que las Fuerzas Armadas estaban bajo la órbita directa del monarca, sin injerencia civil. 
Hirohito, al asumir formalmente como emperador, quiso desvanecer el recuerdo de fragilidad de su padre y antecesor, vinculándose directamente con el recuerdo -imaginario- de la era Meiji, en tiempos en que en el mundo estaba cobrando vigencia el auge del fascismo. El ejército japonés en Kwantung, en la península de Liaodong (Manchuria) tomó por su cuenta la iniciativa bélica de asesinar al señor de la guerra de Manchuria, Chang Tsu lin, y luego, en 1931, provocó deliberadamente el incidente del ferrocarril de Manchuria del sur para comenzar la invasión a esa región y posterior creación del estado títere del Manchukuo. De hecho, el ejército de Kwantung tomó sus propias decisiones sin consultar ni avisar previamente al gobierno de Japón, ni siquiera a su inmediato superior, el Emperador. 
Desde el asesinato del primer ministro Inukai, el ejército y la Armada japonesa se vieron agitados por la lucha de dos facciones, ambas militaristas: la del Control, que mantenía la estructura de la Constitución Meiji, y la de la Vía Imperial, que sostenía que el Emperador debía gobernar directamente. Lo cierto es que el emperador Hirohito siempre sostuvo a los de la primera corriente, hecho que se reforzó cuando en 1936 los partidarios de la Vía Imperial intentaron dar un golpe de Estado y, probablemente, hubiesen entronizado a su hermano menor Chichibu como Emperador. En 1936, Japón firmó el Pacto Anti Komintern con la Alemania nazi, al que se adhirió al año siguiente la Italia fascista.
En 1937, el ejército de Kwantung provocó una nueva guerra contra el régimen nacionalista chino de Chiang Kai-shek, con el fin de invadir el norte y la costa de ese país. Con los ataques a Shanghai y la masacre de Nanjing, el ejército japonés se involucró de lleno en una guerra de ocho largos años, instalando el régimen títere de Wang Ching-wei (o Wang Jingwei), proveniente del "ala izquierda" del Kuomintang.
Como bien señala Bix, a partir de la invasión japonesa a China, Hirohito comenzó a involucrarse en las decisiones estratégicas. 
Cuando en 1940 y 1941 las tropas japonesas llegaron a la Indochina francesa, primero ocupando el norte y luego el sur, creció la tensión con Estados Unidos y Gran Bretaña. Los países occidentales interpretaron que los japoneses se estaban preparando para una ofensiva contra Malasia, Singapur y Birmania (colonias británicas), las Indias Orientales Holandesas (la actual Indonesia) y Filipinas (bajo protección de los Estados Unidos). Ante esto, el gobierno de Franklin D. Roosevelt impuso fuertes sanciones económicas para ahogar a Japón, prohibiendo la exportación de petróleo al país asiático. 
En abril de 1941, el gobierno japonés firmó un pacto de neutralidad con la Unión Soviética, aun cuando en sus hipótesis de conflicto se tenía al coloso socialista como el enemigo número uno. Es claro que se prefería terminar con la conquista de China para abrir, luego, un nuevo frente en el norte. Cuando los alemanes invadieron a la URSS, sin avisar a Japón, los sectores más belicistas propusieron atacar Siberia pero el Emperador Hirohito los detuvo, consciente del suicidio que hubiese significado.
La decisión de atacar simultáneamente Pearl Harbor, en Hawaii, Malasia y las Indias holandesas fue tomada por el gobierno japonés con la anuencia de Hirohito, según Herbert Bix. El argumento fue que se les estaban acabando las reservas de petróleo y, por consiguiente, buscaban ganar tiempo antes de que los Estados Unidos tuvieran la capacidad de rearmarse. Es claro que los japoneses se enamoraron fatalmente de dos hipótesis falsas: la primera, que Japón era una tierra divina; la segunda, que todo se podía definir en una batalla naval decisiva, como ocurrió en el estrecho de Tsushima en la guerra ruso-japonesa. Ambas presunciones demostraron ser equivocadas. Señala Bix que Hirohito no estaba del todo convencido del ataque a Pearl Harbor.
Hirohito demandó a la Armada esa batalla decisiva que nunca ocurrió. El rearme occidental fue más rápido de lo que los japoneses supusieron, así como también comenzó el retroceso alemán en sus distintos frentes de guerra en Europa y África. Cabe señalar que en ningún momento hubo una coordinación de los países del Eje durante la guerra; de hecho, hubo dos guerras simultáneamente, una con el escenario en el Pacífico, y la otra en Europa y el norte de África.
En 1945, durante la conferencia de Potsdam, los países aliados exigieron la rendición incondicional de Japón. Según Bix, el único interés del Emperador era mantener el régimen del kokutai inalterado. Con las dos bombas atómicas y la declaración de guerra por parte de los soviéticos, finalmente el Emperador se rindió públicamente ante las fuerzas aliadas y ordenó el cese de fuego al Ejército y la Armada.
Los países vencedores reconocieron como comandante supremo de las fuerzas aliadas al general Douglas MacArthur, quien se instaló en el archipiélago desde fines de agosto de 1945 hasta 1951, cuando fue sucedido por Ridgway. Rápidamente comenzó su tarea de desmilitarizar y democratizar al Japón, estableciendo una buena relación con Hirohito. MacArthur se empeñó en no considerar al Emperador como criminal de guerra desde el inicio. Hirohito fue un elemento clave para la desmilitarización y desmovilización de las tropas, así como un aliado firme para la preservación del orden en una sociedad devastada y desmoralizada. Si bien el Emperador quiso conservar su protagonismo político, el esquema constitucional que impusieron las fuerzas aliadas lo convirtió en un símbolo de la unidad de la nación, y ya no el centro de la vida política y militar. Asimismo, MacArthur presionó para que Hirohito hiciese su célebre "declaración de humanidad". El carismático general fue el arquitecto de la monarquía constitucional japonesa que está vigente desde entonces.
Durante los juicios de Tokyo, apenas se mencionó a Hirohito, pero en ningún momento fue llamado a declarar como testigo. Las presiones para su abdicación a favor de su hijo, el príncipe Akihito, fueron menguando tras el tratado de paz firmado en 1952 en San Francisco. 
Hacia el final del libro, Bix carga las tintas contra el Emperador, con lo cual pierde el equilibrio que se puede leer en los capítulos anteriores. 
El libro de Herbert Bix es altamente recomendable y sugiero su lectura, aun cuando no comparta muchas de sus apreciaciones. Es un esfuerzo académico serio, de envergadura, para aproximarse y comprender lo poco que se puede conocer de esta figura enigmática que, con habilidad, supo rehacerse políticamente tras la derrota en la segunda guerra mundial.

Herbert Bix, Hirohito and the Making of Modern Japan. Londres, Duckworth, 2001. ISBN 0 7156 3077 6

sábado, 25 de agosto de 2012

"Rojo y negro", de Stendhal.

Rojo y negro, de Stendhal, es una obra maestra del siglo XIX. Su protagonista, el joven Julien Sorel, representa las aspiraciones de ascenso social en tiempos de la Restauración borbónica en la Francia posnapoleónica, siendo él hijo de un carpintero en el Franco Condado.
Julien Sorel, a diferencia de sus hermanos, era aficionado a la lectura y frecuentó al médico local y al cura párroco. El primero le transmitió su fascinación por el emperador Napoleón, en tanto que el segundo creyó encauzarlo por el camino de la fe católica, con la esperanza de convertirlo en sacerdote.
Lo cierto es que Julien Sorel no tenía creencias religiosas, pero tenía una memoria prodigiosa y había memorizado partes extensas de la Biblia, así como había logrado conocimientos de latín. El prefecto de Verrières, el señor Rȇnal, lo contrató como instructor de sus hijos para demostrar su riqueza en el medio rural. Con lo que no contaba este hombre, es que Julien Sorel logrará seducir a su esposa, la señora Rȇnal. El joven Sorel sabrá ocultar sus simpatías napoleónicas en un hogar legitimista y, gracias a su astucia, logrará ser enviado al seminario de Besançon cuando en Verrières comience a circular el rumor de su romance con la señora Rȇnal. 
En el seminario aprenderá que sus artes del mundo profano son inútiles, y sufrirá duras lecciones para adaptarse a los nuevos códigos en un mundo también de pequeñas y grandes ambiciones, alejadas de la espiritualidad. Gracias a Pirard, su protector y Abad en Besançon, logrará colocarse en París en el palacio del marqués de La Mole como secretario particular de este gran aristócrata.
Allí comenzará una nueva etapa en su vida, en la cercanía a importantes personajes de la aristocracia y la Corte. Demostrará su mérito e inteligencia al marqués, a la par que despertará el amor en Matilde de La Mole. 
La psicología del protagonista es compleja: juega con los sentimientos de quienes lo rodean, disimula sus verdaderas intenciones y aprovecha su encanto personal e inteligencia para abrirse camino en una sociedad marcada por la jerarquía y el miedo a una nueva ola revolucionaria. Las circunstancias son aún más interesantes cuando añadimos que la segunda parte se desenvuelve en 1830, en medio de las intrigas que llevaron a la caída del último rey Borbón francés, Carlos X. Si se tienen conocimientos elementales de la historia francesa del siglo XIX, se disfrutará aún más. El modelo prometeico de Napoleón Bonaparte, en su fulgurante ascenso a la cima social, estaba vivamente presente en el imaginario simbólico de la Francia decimonónica, y así lo deja sentir Stendhal en sus páginas.
El libro puede comenzar en forma tediosa o desordenada, pero luego comienza a fluir con naturalidad en el correr de los capítulos. El final, trágico, nos lleva a reflexionar sobre la identidad de este joven que buscó, en medios de los senderos tortuosos de la hipocresía, un camino para sobresalir.

Stendhal, Rojo y negro.

domingo, 12 de agosto de 2012

"Los tigres de Mompracem", de Emilio Salgari.

Y sí, también hay que retornar a esas fecundas lecturas de la infancia y adolescencia temprana, dejar que la imaginación remonte a latitudes lejanas y entretenerse. Es el caso de Los tigres de Mompracem, de Emilio Salgari, que tiene como protagonista al legendario Sandokán, ambientada en el Sudeste asiático.
Pirata a pesar suyo, príncipe de nacimiento, Sandokán se convertirá en el temible Tigre de Malasia cuando una conjura de británicos con el Sultán de Borneo le quite el trono. A partir de ese momento, el joven príncipe jurará odio a sus enemigos. En la isla de Mompracem hará su pequeño país, y desde allí desatará la tormenta de su venganza hacia ingleses, holandeses, españoles y súbditos de Sarawak. 
Empero el odio que le despertaban los hijos de Albión, viajará a Victoria para conocer a la famosa Perla de Labuan, una joven que despertará el amor en Sandokán. El pirata, entonces, deberá enfrentar a sus poderosos enemigos para quedarse con la joven, que acabarán con su fortaleza en Mompracem, aun cuando logre huir finalmente con la joven Mariana Guillonk y sus más fieles seguidores, entre ellos el portugués Yáñez. 

Emilio Salgari, Los tigres de Mompracem. Madrid, Alianza.

lunes, 6 de agosto de 2012

"Nacimiento y renacimiento", de Mircea Eliade.

Nacimiento y renacimiento es una obra en la que Mircea Eliade, conocido historiador de las religiones, se aboca a estudiar los ritos iniciáticos en Australia, América del Sur, África, Siberia y antiguas culturas, como Grecia.
En las culturas que están caracterizadas por lo sagrado, el rito de iniciación puede ser de pasaje de la niñez a la adultez, el de la iniciación de un chamán, o bien de incorporación a una hermandad esotérica.
Mircea Eliade abunda en detalles y paralelismos de estos tres grandes tipos de iniciación. 
¿Qué es la iniciación? No sólo hay una transmisión de conocimientos sagrados y míticos al neófito, sino que lo más importante es la transmutación espiritual del mismo. Antes, era un profano, un niño ignorante envuelto en las tinieblas; con la iniciación, conoce los misterios que antes le eran vedados y puede ver la luz del conocimiento. Es el retorno al útero, la muerte del hombre profano para mutar en un ser espiritual pleno y consciente de la sacralidad del mundo. Una muerte y renacimiento, una profunda mutación ontológica, tal como la que se observa en los períodos de la naturaleza.
De particular interés resulta su estudio sobre el chamanismo desde la perspectiva iniciática, que en rigor trata con más claridad y profundidad en su libro El chamanismo y las técnicas arcaicas del éxtasis.
Mircea Eliade señala los rasgos iniciáticos del cristianismo, que se difundió en el imperio Romano en tiempos de crisis. Esta nueva religión, para adquirir un carácter universal, debió nutrirse de los misterios grecoorientales así como de la filosofía. Tanto el bautismo como la eucaristía, entonces, pueden ser estudiados desde este costado no explorado. Es claro que el bautismo es un rito de pasaje y purificación que, en tiempos originales, era para adultos. Pero Eliade se distancia del teólogo y sacerdote Alfred Loisy que, a principios del siglo XX y para escándalo de la Iglesia Católica Romana, señalaba una fuerte influencia de los misterios grecoorientales en el cristianismo. Si bien los misterios de Eleusis perduraron un milenio en la Hélade, de ellos son pocos los rastros que nos han llegado, lamentablemente, no sólo por el fuerte secreto que los envolvía, sino también por haber sido borrados por el cristianismo.
Eliade señala que muchos movimientos de carácter esotérico y ocultista intentan llevar adelante algunos ritos de tipo iniciático, aunque en forma burda, pero que a su criterio demuestran la necesidad de religiosidad en el mundo contemporáneo. Para el autor, la única sociedad iniciática seria y consistente del mundo moderno es la masonería, desdeñando el resto como imitaciones sin mayor sustento. 

Mircea Eliade, Nacimiento y renacimiento. Madrid, Kairós, 2000. ISBN 84-7245-485-1

lunes, 30 de julio de 2012

"Con luz y taquígrafos", de Mercedes Cabrera et al.

Con luz y taquígrafos se centra en el Congreso de los Diputados durante el período final de la Restauración borbónica, desde 1913 a 1923, el decenio previo a la dictadura de Miguel Primo de Rivera. Con la constitución de 1876 se inició un período de larga experiencia parlamentaria cuyo arquitecto fue Cánovas del Castillo, tomando la idea de Benjamin Constant del poder moderador: el Rey como una institución que equilibraba el juego de los partidos en la cámara legislativa. Este modelo de monarquía constitucional tuvo vigencia en Brasil y Portugal, y tuvo como consecuencia un acuerdo de alternancia entre el Partido Conservador, liderado por Antonio Cánovas del Castillo, y el Partido Liberal, de Sagasta. El pacto de esta alternancia suponía que ningún partido gobernaría más de dos legislaturas consecutivas, además de una buena sintonía entre ambas fuerzas políticas.
Este equilibrio comenzó a perderse con la fragmentación de los dos partidos dinásticos en varias formaciones articuladas por líderes, al punto que los conservadores se dividieron en seguidores de Antonio Maura, Eduardo Dato y Javier de la Cierva, en tanto que los liberales en seguidores del Conde de Romanones, Rafael Gasset, Santiago Alba y demócratas. Hubo partidos claramente antidinásticos con bancas en la cámara baja, como los republicanos y socialistas, así como otros con un pie dentro y otro fuera, como los regionalistas catalanes. 
El libro está compuesto por trabajos de Mercedes Cabrera, José Luis Gómez-Navarro, Miguel Martorell Linares, Javier Moreno Luzón y Fernando del Rey Reguillo. Los capítulos tienen una excelente sincronía y brindan un panorama de conjunto que ayuda a comprender la experiencia constitucional española previa a la primera dictadura del siglo XX. Es un trabajo encomiable, puesto que no es frecuente hallar investigaciones sobre historia parlamentaria, centrándose la mayoría en los poderes ejecutivos. Y lo cierto es que el Congreso de los Diputados -la cámara baja en España- era un centro de debate y pieza elemental para la formación de los gobiernos. Si bien era el Rey quien pedía a uno de los partidos la formación de gabinete, este precisaba de la confianza en las Cortes. El Senado, a diferencia de la cámara baja, estaba formada por una mitad de miembros nombrados por la Corona, o bien por Grandes de España, Obispos, ex diputados. Era, pues, un trípode de la Corona, el Gobierno y las Cortes.
En el libro se analizan los orígenes sociales de los diputados -en su gran mayoría, abogados de clases ascendientes en el período restauracionista, incluyendo a nobles recientes-, cómo se negociaban las listas oficiales de los partidos dinásticos -el "encasillado"-, cómo se negociaba el "turno" de alternancia, así como detalles cotidianos de los debates y la organización de la cámara. 
La fragmentación de los partidos contribuyó decisivamente al deterioro del prestigio del parlamentarismo, así como un clima de ideas cada vez más hostil hacia el liberalismo en el mundo. El ascenso de una extrema derecha con inspiración en las ideas de Charles Maurras y el modelo del fascismo italiano, sumado a las corrientes tradicionalistas como el carlismo y el sueño corporativista de medios industriales y mercantiles, llevó a que el Ejército hiciera el pronunciamiento en 1923. La idea "regeneracionista" venía ganando terreno desde la crisis de 1898, y cobró más impulso gracias a Antonio Maura y, con él, el maurismo. Todos ellos abrevaban  en el catolicismo social que veía en el liberalismo, el parlamentarismo y el sistema de partidos las causas de todos los males. Bien señala Fernando del Rey Reguillo que la implantación de un régimen autoritario no hubiera tenido éxito sin el visto bueno del Rey Alfonso XIII, cada vez más próximo al Ejército y temeroso de una revolución bolchevique en la península ibérica.
Creo que los autores logran mostrar una etapa viva del constitucionalismo liberal español, lejos de las sombras que han buscado desprestigiarlo. El sistema, lentamente, iba entrando en una fase de democratización que fue interrumpida por el golpe de Estado de Primo de Rivera, cortando una evolución que hubiera evitado el derramamiento de sangre de los decenios posteriores.


Mercedes Cabrera (Dir.), Con luz y taquígrafos. Madrid, Taurus, 1998. ISBN 84-306-0293-3

jueves, 26 de julio de 2012

"Otredad, orientalismo e identidad", de Emmanuel Taub.

La tercera lectura de Otredad, orientalismo e identidad, de Emmanuel Taub, ha sido la más provechosa de este excelente texto que, años atrás, incorporé a la bibliografía que recomendé en mis clases de Historia Política y Social Argentina en la Universidad de Belgrano.
Emmanuel Taub analiza minuciosamente la revista Caras y Caretas en el período 1898-1918, desde los inicios de la misma hasta el fin de la primera guerra mundial. Explora los artículos referidos al mundo árabe y musulmán en esa revista de tirada masiva y, por consiguiente, de tanta influencia para formación de la opinión pública en Argentina.
Señala que, en la construcción de una identidad nacional se creó un estereotipo del otro, remarcando en tres categorías de análisis: el otro lejano, el otro incivilizado y el otro exótico.
Bien señala el autor que hacia fines del siglo XIX hubo una revalorización de lo hispánico en Argentina, tal como lo hemos comentado al referirnos al libro de Lilia Ana Bertoni, hecho que se reflejó en la eliminación de los párrafos que resultaran injuriosos para la comunidad española del himno argentino. Desde Caras y Caretas, esa revalorización de lo hispano se reflejó en lo que yo llamaría la des-arabización del pretérito de la península, que fue invadida en el año 711. Esos ocho siglos de presencia árabe y musulmana -y, sobre todo, de pueblos del Magreb- fueron un período de esplendor cultural, económico, social y arquitectónico. Sin embargo, en la España decimonónica se hizo lo posible para borrar ese pasado que se veía como un "estigma" que la alejaba de Europa, como sinónimo de la civilización. 
Los artículos sobre el Imperio Otomano reflejaban los estereotipos que el occidental quería ver en esa sociedad, tales como la presencia del harén, el uso del velo, así como hábitos con los que se identificaba al mundo islámico, tal como la pereza, el fatalismo y la sensualidad.
Finalmente, el libro cierra con los estereotipos con los que se veía a los inmigrantes que llegaron a Argentina procedentes del Imperio Otomano, caracterizados erróneamente como turcos. Había judíos, armenios, sirios, árabes y turcos que llegaban desde el imperio, y muchos de estos inmigrantes se esforzaban por demostrar que eran cristianos y educados en la cultura y lenguas del Occidente, a fin de ser aceptados y no vistos como un otro exótico.
El libro es, sencillamente, excelente, ameno, bien documentado, que merece ser leído y revisitado en forma frecuente para reflexionar sobre el pretérito rioplatense.

Emmanuel Taub, Otredad, orientalismo e identidad. Buenos Aires, Teseo, 2008.

domingo, 22 de julio de 2012

"Comunidades imaginadas", de Benedict Anderson.

Benedict Anderson nos hace una propuesta sumamente interesante en su libro Comunidades imaginadas, texto rico en ejemplos sobre todo del  Sudeste asiático, región de su especialidad.
Parte de lo que denomina el capitalismo de imprenta: la explosión de libros que se sucede a partir de la invención y generalización de la imprenta en Europa, que va reemplazando al latín por lenguas vernáculas a lo largo de los siglos. De este modo, las lenguas nacionales comienzan a tejer lo que llama las comunidades imaginadas por los lectores en alemán, francés, checo, castellano, etcétera. Nace, así, la idea de una comunidad lingüística que trasciende la comarca y que une, en torno a ese idioma común, a esos lectores. Nace, también, la filología en el siglo XIX: las variaciones de una lengua escrita, ya plasmada en el texto, no tiene tantas transformaciones en los últimos siglos, y es por ello que podemos leer sin dificultad a un autor del siglo XVIII. Lo llama capitalismo porque nos recuerda que el editor fue un empresario de riesgo que se atrevió a invertir en la audacia de la imprenta, tanto para libros como periódicos, y buscó un mercado de lectores. La difusión de las lenguas vernáculas fue el embrión de los estados-nacionales que se articularon a partir del siglo XIX y XX.
Ahora bien, las aristocracias difícilmente hablaban las lenguas vernáculas. La aristocracia rusa hablaba en alemán y francés; la húngara, en latín y alemán; la checa, en alemán. El lenguaje de la burocracia en el imperio austríaco fue el latín, que luego convivió con el alemán. El latín había sido la lingua franca de la cristiandad occidental, pero ya en el siglo XVIII estaba siendo desplazada por influencia de la Reforma. 
Será en el siglo XIX que comience a hablarse y escribirse en forma masiva en las lenguas vernáculas, a redescubrirse las raíces de las mismas con el desarrollo de la gramática.
Ahora bien, Anderson señala como lugar de nacimiento de los nacionalismos al continente americano, con las revoluciones de independencia en América del Norte y del Sur. Su argumento de que los criollos de Hispanoamérica eran considerados inferiores por los españoles peninsulares fue el causante de la creación de las nuevas naciones en el Nuevo Continente es acertado; pero no nos dice porqué considera que el nacionalismo también nació en las trece colonias del Norte, que ni siquiera utilizaron la palabra "nación" en su declaración, ni tampoco lograron ponerse de acuerdo en un nombre para su país -"Estados Unidos" es una solución de compromiso-.
Distingue un "nacionalismo oficial" de un nacionalismo espontáneo: el oficial brota desde el poder, es el proceso de homogeneidad en torno a una lengua, tal como fue el proceso de rusificación del zar Alejandro III en detrimento de las otras culturas bajo su dominio. También el nacionalismo oficial fue el que puso en práctica Macaulay en la India, con el objetivo de convertir a los aristócratas indios en perfectos ingleses, a fin de convertirlos en buenos administradores del Raj británico. 
Este nacionalismo oficial en las colonias no hizo más que provocar el nacimiento del nacionalismo en esas latitudes. Adquirieron conocimientos de la metrópoli, pero sabían que nunca serían pares de sus amos coloniales. Estos, a su vez, descubrieron el pasado milenario de las culturas antiguas en India y el Sudeste asiático, trazaron la cartografía y realizaron censos con propósitos administrativos, pero que dejaron una profunda huella en los pueblos sometidos. Los europeos, entonces, fueron sembrando las semillas intelectuales de su propia expulsión en el siglo XX de Asia.


Benedict Anderson, Comunidades imaginadas. México, FCE, 2006. ISBN 968-16-3867-0

sábado, 21 de julio de 2012

"Naciones y nacionalismo", de Ernest Gellner.

Un libro que se ha vuelto un clásico sobre la cuestión nacionalista es el de Ernest Gellner, con su Naciones y nacionalismo, una referencia inevitable. El autor pone su acento en el surgimiento del nacionalismo en las sociedades industriales. Con acierto, señala que las sociedades tribales pre-agrarias y nómadas no tenían ni necesitaban un Estado; las sociedades agrarias podían o no tener un Estado; en las sociedades industriales, en cambio, el Estado es inevitable por su complejidad y división del trabajo. A partir de estas premisas, que estimo correctas, Gellner remarca que será en las sociedades industriales donde se desarrollarán los conceptos de nacionalidad y nacionalismo. 
Es de Perogrullo que todos los grupos humanos tienen una cultura, pero los grupos nómadas pueden ser bastante flexibles al respecto. Las sociedades agrarias, en cambio, viven en su cultura con naturalidad, ancladas en su paisaje bucólico. Es en éstas en donde se produce una estratificación social marcada, con una mayoría abrumadora de campesinos con su propia cultura popular y espontánea, en tanto que hay sectores guerreros, administrativos y religiosos que se desenvuelven en sus propios universos culturales, e incluso lingüísticos. El mejor ejemplo para esto -que no lo señala Gellner- en Occidente fue el uso del francés en las cortes de Inglaterra y Francia. Y traigo a colación el ejemplo francés, porque en tiempos de la revolución francesa sólo una minoría, en torno al 5%, hablaba esa lengua que era básicamente la de la Corte y la burocracia. El resto hablaba en lenguas que luego, durante el siglo XIX, fueron barridas por la educación oficial: el occitano, provenzal, catalán, bretón, etcétera...
Pues bien, en la sociedad industrial hay movilidad social y geográfica, los hombres del campo llegan a las ciudades para trabajar en las fábricas. Es preciso, entonces, contar con una lengua común y con alfabetización. De allí que Gellner señale que lo que busca un Estado nacional es crear una cultura común para establecer un orden social. Y lanza un pensamiento provocador: al Estado moderno, nacional e industrial le preocupa más el monopolio de la cultura legítima que el de la violencia legítima. El maestro de escuela es la vanguardia de este batallón en marcha: "En la base del orden social moderno no está ya el verdugo, sino el profesor". Así se crea una homogeneidad cultural que no sólo tendrá un idioma común, sino también costumbres, mitos nacionales e historia en la cual identificarse. Ya se ha hecho hincapié en el aspecto de la lengua en el libro antes reseñado de Lilia Ana Bertoni, tomando el caso argentino en el siglo XIX.
¿Qué pasa con las minorías lingüísticas? Estas pueden ser de carácter entropífugo, como las llama Ernest Gellner. Pueden optar por la estrategia de la asimilación, o bien por el camino de la autonomía y, quizás, la independencia. 
Sólo me cabe señalar que al análisis de Gellner le falta la referencia al servicio militar. Históricamente, ha sido uno de los mecanismos empleados para la unificación en torno al patriotismo y el heroísmo, y basta con ver los modelos de conscripción en Europa, Asia y América. 
La gran interrogante es: ¿hay espacio para la diversidad cultural, la innovación, la creatividad, para la preservación y recuperación de viejas lenguas? Creo que sí, porque la homogeneidad ya no es un fin deseable, sino un ancla pesada, además de ser un disciplinamiento que vulnera la libertad individual. 

Ernest Gellner, Naciones y nacionalismo. Buenos Aires, Alianza, 1994.

miércoles, 18 de julio de 2012

"Patriotas, cosmopolitas y nacionalistas", de Lilia Ana Bertoni.

Otra segunda lectura que me volvió a asombrar fue la de Patriotas, cosmopolitas y nacionalistas, de Lilia Ana Bertoni, un libro del 2007. Un texto valioso que debería ser leído y comentado no sólo por los colegas de la Historia, sino por todos los interesados en las ciencias sociales y en la comprensión del pasado argentino.
El libro se centra en los debates en torno a la construcción de la nacionalidad en la Argentina a partir de 1887 hasta principios del siglo XX. Como país que recibía a cientos de miles de inmigrantes por año, de los cuales aproximadamente la mitad se quedaba en forma permanente, la República Argentina vio incrementada su población en poco tiempo por este aluvión que modificaba sustancialmente sus costumbres, lengua y fisonomía. 
En tiempos en que varios países europeos se habían enrolado en una frenética expansión colonial y veleidades imperiales, la existencia de una nutrida colonia italiana en Buenos Aires despertó las sospechas de los políticos argentinos, que veían que las escuelas de estos inmigrantes formaban nuevos ciudadanos italianos, sin apego a la nueva tierra. Entre ellos, se destacaron Domingo F. Sarmiento y Estanislao Zeballos. La educación privada había tenido una gran labor supliendo la ausencia de escuelas estatales, por lo que había sido bienvenida en la difusión de la alfabetización. Empero, esta se brindaba en las lenguas de cada comunidad inmigrante, a la par que se enseñaba la historia, geografía y costumbres de la patria lejana. Esta circunstancia, sumada a la prédica de algunos publicistas italianos que llamaban a la creación de colonias en América del Sur, provocaron la alarma de muchos argentinos, que temían ver los embriones de un estado dentro de otro estado.
La Constitución de 1853/60, tan generosa y liberal en su concepción de la inmigración y la nacionalidad, comenzó a estar en discusión sobre todo a partir de la revolución del Parque, de 1890, evento en el cual muchos extranjeros tomaron partido por la Unión Cívica. Una señal del cambio profundo que se estaba operando fue la eliminación en la provincia de Santa Fe del derecho al voto municipal que tenían los extranjeros en la reforma de la constitución local de 1890. 
Señala Lilia Ana Bertoni que los festejos de las fiestas patrias adquirieron otra tonalidad a partir del decenio de los ochenta en adelante, organizadas por el Estado sin la alegría espontánea que antes las hacía brillar, para darles un aire marcial y solemne. Comenzaron a formarse los "batallones infantiles" que procuraban infundir en los niños el apego por la patria. 
Un hecho que provocó la alarma y disparó los sentimientos encontrados fue la rebelión de los extranjeros en la provincia de Santa Fe en 1893, que llegaron a tomar la capital, reclamando mejor administración y el reconocimiento a su derecho al sufragio. Por un lado, sentían que tenían derecho a participar en el gobierno por ser promotores de la riqueza, aun cuando no estaban dispuestos a abandonar la ciudadanía de origen. Este enfrentamiento encendió los ánimos y llevó a vivas discusiones en el Congreso nacional, motivando la iniciativa legislativa de Indalecio Gómez -diputado salteño, que luego como ministro del Interior fue el promotor de la Ley Sáenz Peña de voto secreto y obligatorio- de establecer al castellano como idioma nacional, impidiendo la educación en otras lenguas. 
Acertadamente señala Bertoni que dos concepciones de la nacionalidad fueron debatidas en 1896 en la cámara legislativa: la de inspiración liberal, sostenida por Francisco Barroetaveña, que sostenía que la ciudadanía era un acto voluntario y contractual -la tesis francesa-; y la esencialista, de inspiración germana, que sostenía el vínculo sagrado y sanguíneo. Si bien la propuesta de Indalecio Gómez no contó con la mayoría de los sufragios, fue un antecedente del clima de ideas que fue creciendo en torno a un nuevo concepto de nacionalidad que tomó auge en los primeros decenios del siglo XX.
Estas discusiones tuvieron lugar en un momento de agitación patriótica ante el posible enfrentamiento bélico con la República de Chile por la cuestión limítrofe. Desde distintos ámbitos como el Club de Gimnasia y Esgrima de Buenos Aires y el Tiro Federal Argentino, se promovió la gimnástica y la práctica del tiro para la formación de ciudadanos aptos para el combate. La comunidad italiana se reconcilió con la opinión pública argentina al ofrecer la creación de la Legión Italiana, dispuesta a combatir. También hubo una reconsideración de la visión sobre el pasado hispánico, que llevó a suprimir del himno argentino las estrofas injuriosas hacia España, en 1900. En 1901, durante la segunda presidencia de Julio Roca, se estableció el servicio militar obligatorio no sólo con fines de defensa, sino también con la ambición de provocar una reforma moral, inspirada en el modelo prusiano.
Capítulo aparte merece en el libro la conquista de lo simbólico a través de la estatuaria y el proyecto de creación del Panteón Nacional, buscando influir con esta pedagogía cívica en la construcción de la nacionalidad. ¿Quiénes eran los héroes a venerar? Desde las historias que escribió Bartolomé Mitre, no había discusión en torno a San Martín y Belgrano. Pero luego sí estaban en debate figuras como Liniers y Álzaga -que se opusieron a las invasiones británicas pero que fueron leales a la monarquía española en tiempos de la Revolución de Mayo-, así como héroes militares como Guillermo Brown, José María Paz, Lavalle...
Es, pues, un libro excelente, bien redactado y documentado, para comprender esta etapa de la historia argentina, que luego tuvo nuevos protagonistas de carácter fuertemente nacionalista en el Centenario.

Lilia Ana Bertoni, Patriotas, cosmopolitas y nacionalistas. Buenos Aires, FCE, 2007. ISBN 950-557-404-5

sábado, 7 de julio de 2012

"Nicolas II", de Hélène Carrère D’Encausse.

Siempre es bueno retornar a viejas lecturas tras diez, quince o veinte años. Este es el caso con Nicolas II, de Hélène Carrère D’Encausse, libro que no fue traducido al castellano como sí lo fueron otros de la conocida autora francesa, especialista en historia rusa. 
Al recorrer las quinientas páginas de la biografía, uno halla que el último zar fue una persona desafortunada en lo personal y lo político. Ya conocemos su trágico final, el sello que termina de marcar una existencia de pocos momentos felices.
Nicolás II fue el heredero de la autocracia rusa en la que los zares se empeñaron en mantener las riendas del imperio más extenso del mundo, a la par que intentaron modernizarlo económicamente. Su extensión era su principal fortaleza y, a la vez, su gran debilidad.
La gran oportunidad para el inicio de una monarquía constitucional fue en 1825, con el intento fallido de los decembristas; empero los zares lograron imponer el régimen autocrático. Las fallas de este sistema, sin embargo, se hicieron evidentes en la guerra de Crimea, en la que los rusos fueron derrotados por la coalición de turcos, británicos, franceses y piamonteses. Tras esta contienda bélica y con la llegada al trono del nuevo zar Alejandro II,  se dio el comienzo a una serie de reformas que fueron auspiciosas. El zar libertador fue quien terminó con la servidumbre, aun cuando establecía un pesado régimen de indemnizaciones a los antiguos propietarios. Reformó sustancialmente el poder judicial, acercándolo a los parámetros de Occidente. Propició la formación de los zemstva, asambleas regionales, en las que despuntó un tímido retoño de la representación. No obstante este camino emprendido, la intelligentsia rusa se sentía cada vez más próxima a ideas radicales como la de los narodnik, que promovían la ruptura con la modernidad y tenían una visión idílica de la vida campesina, que tan bien supieron retratar las plumas magistrales de Turgeniev y Dostoyevski. El zar Alejandro II murió en un atentado en 1881, con lo que la política de reformas se vio cercenada de su principal impulsor. Su hijo Alejandro III, dio un gran giro a la autocracia. La muerte de Alejandro II despertó a las fuerzas más siniestras que llevaron adelante los pogroms de 1881 y 1882 contra la numerosa población judía, que sufrió una deliberada política de aislamiento, persecución y discriminación. 
Alejandro III continuó la política de modernización económica que llevaba adelante su padre. De la guerra de Crimea, había resultada clara la debilidad económica y social del gran imperio, por lo que se precisaban capitales para invertir en ferrocarriles, comunicaciones y fábricas. El nuevo zar estableció la alianza con la III República francesa ante el surgimiento del II Imperio Alemán, motorizado por la ascendente Prusia. Este autócrata en ningún momento se preocupó seriamente por la formación de su hijo, el zarevich, el heredero Nicolás, que pasó su juventud en el ejército y entretenido en la frivolidad. A sugerencia del gran político Sergei Witte, el zarevich Nicolás viajó con un séquito por Asia, y fue en Japón donde tuvo una experiencia que lo marcó: un japonés le dio un gran golpe en la cabeza. Desde entonces, sintió una gran repulsión y desdén por el mundo nipón. 
Alejandro III murió en 1894 y Nicolás II asumió el trono a los veintiséis años, inexperto pero con la idea firme de preservar la autocracia. Así había sido formado por el jurista Pobiedonóstsev, procurador del Santo Sínodo y uno de los principales ministros de su padre. Se casó con Alexandra, princesa de origen alemán, que se bautizó según el rito bizantino para ser admitida. 
El gran ministro de finanzas de Nicolás II fue Sergei Witte, que llevó adelante una ambiciosa política ferroviaria, estableció el patrón oro y mejoró significativamente las cuentas del imperio, atrayendo los capitales occidentales. Fue, al decir de Carrère D’Encausse, el "Colbert de Rusia". Pero él comprendía que los cambios económicos y sociales debían ser acompañados por una transición al constitucionalismo, lo que Nicolás II rechazaba. El zar consideraba que su misión le había sido otorgada por Dios y que, por consiguiente, no estaba en sus manos cambiar la naturaleza de la autocracia. A esta idea se aferrará hasta sus últimos momentos.
Rusia, pues, se modernizaba aceleradamente, pero mantenía congelada la autocracia política. Se expandía la alfabetización, crecía la clase media, mejoraban lentamente las condiciones de vida, pero se mantuvo firme la política represiva. 
La guerra ruso-japonesa de 1904-1905 alterará ese mundo. Nicolás II llamaba "simios" a los japoneses, por lo que minusvaloraba el poder del imperio del sol naciente. La autora recuerda los primeros instantes de fervor patriótico en la población, tiempos en que el zar y su familia eran aclamados en cada aparición pública. Este entusiasmo se desvaneció con las primeras derrotas en Oriente. En enero de 1905, cuando el monje Gapon llevó a un numeroso grupo de obreros al palacio del Zar a solicitar la reincorporación de algunos trabajadores que habían sido despedidos y fueron reprimidos, comenzó una revolución que se anticipó en doce años a la que abolió el imperio. En plena guerra, la situación interna demostró el profundo rechazo a la autocracia y Nicolás II debió conceder la creación de una Duma que, si bien no tendría las funciones propias de un Parlamento, era el embrión del mismo. Nuevamente debió acudir a la sapiencia de Sergei Witte, quien negoció un exitoso acuerdo de paz con Japón en Portsmouth, evitando el pago de indemnizaciones. Fue por ello que fue nombrado primer ministro en esa etapa de transición. Witte fue breve en el cargo de jefe de gobierno, porque entendía que debía transitarse al constitucionalismo, por lo que fue reemplazado por Stolypin, un personaje interesante que ocupó el cargo hasta 1911, cuando fue asesinado. Piotr Stolypin se embarcó en una importante reforma agraria que otorgaba la propiedad de tierras a campesinos, con el objetivo de crear una clase media en el campo que fuera emprendedora, conservadora y alejada de los devaneos revolucionarios. De haber continuado en el tiempo con esa política, quizás la historia de Rusia hubiese sido completamente diferente. Nicolás II hizo cuanto pudo para evitar dar más poder a la Duma y los zemstva, en donde convergían los partidos políticos que habían sido autorizados. Stolypin se las ingenió para que la tercera y cuarta Duma fueran más propicias a las políticas gubernamentales, alterando el sistema electoral e incluso negando la representación a regiones díscolas, como el Asia central. No obstante, y visto desde la perspectiva del tiempo, fue una transición lenta que pudo haber tenido un final feliz. 
Pero fue la primera guerra mundial la que sepultó a los grandes imperios en Europa. Rusia estaba fuertemente comprometida por su alianza con Francia y Gran Bretaña y se embarcó en esta contienda mundial, a la que todos suponían que sería breve. Nicolás II cometió el gravísimo error de asumir el mando del ejército en el frente contra Alemania y Austria-Hungría, por lo que las derrotas se le adjudicarían directamente a él. Asimismo, dejó el gobierno en manos de la emperatriz Alexandra, cuyo origen alemán la convertía en motivo de rumores y acusaciones de traición. Acompañada y asesorada por Rasputín, el microclima de histeria mística de la emperatriz la llevó a cometer muchos errores e influyó en decisiones de Nicolás II. Y es que Rasputín, un personaje extraño, era el único que podía contener el sufrimiento del zarevich Alexis, enfermo de hemofilia. Demostración de la falta de tacto político de la zarina y su mentor, es que nombró a Boris Stürmer como jefe de gobierno en 1916: su apellido alemán no hizo más que alimentar la convicción popular de la traición. En este ambiente de rumores, derrotas y conspiraciones, Rasputín fue asesinado por miembros de la familia real en diciembre de 1916. A pesar de las crecientes exigencias por una constitución, el zar permaneció sordo a esos reclamos y persistió en la autocracia, que pretendía legar intacta a su hijo en el futuro.
Será en febrero de 1917 cuando una huelga de obreras de Petrogrado desate una ola de insurrección generalizada en la capital, que contagiará al resto de las grandes ciudades y al ejército. La falta de alimentos, la crudeza del invierno, las acusaciones de traición, las derrotas en el frente no hicieron más que demoler los cimientos del imperio zarista. En esto colaboraron activamente los alemanes, deseosos de expandirse hacia el Este, y por ello solventaron económicamente a los bolcheviques, que desde 1914 con Lenin a la cabeza buscaban la derrota de Rusia en la guerra.
Los liberales del partido Demócrata Constitucional, presentes en la Duma, propusieron un gobierno provisional para evitar que cayera en manos de los sectores revolucionarios. Hicieron los últimos intentos de proclamar una monarquía constitucional, e incluso sugirieron que Nicolás II abdicara a favor de su hijo Alexis, con una regencia de su tío Miguel hasta la mayoría de edad. El zar abdicó en su nombre y en el de su hijo enfermo, a favor de su hermano Miguel, que no aceptó la corona. Aquí, el autócrata fue consciente de que hijo no estaba en condiciones de asumir la responsabilidad y actuó como padre. La familia real quedó, entonces, confinada en Tsarskoie Selo esperando partir al exilio y para ello se abrieron negociaciones -infructuosas- con Gran Bretaña y Dinamarca. Los gobiernos provisionales se fueron sucediendo unos a otros, cobrando importancia la figura de Kerenski, de los socialistas revolucionarios. El gobierno se desplomaba, el ejército era sacudido por nuevas derrotas y estaba hundido en la indisciplina, los soviets tomaban cada vez más fuerza y Lenin abogaba por la toma del poder. Será en noviembre de 1917 -octubre en el calendario juliano- que los bolcheviques tomarán el poder e irán estableciendo las bases de un nuevo régimen que pretendía borrar todas las huellas del antiguo régimen y de la experiencia semiconstitucional de la Duma. En julio de 1918, el zar y su familia fueron ejecutados en la casa Ipatiev, en Iekaterinburgo, en donde estaban prisioneros, para que la oposición a los bolcheviques no tuviera una figura a la cual rendir lealtad. 
Hélène Carrère D’Encausse señala que con el golpe de Estado bolchevique, Nicolás II comprendió que había cometido un gran error al abdicar para lograr la paz interna. Sin embargo, ya era tarde para una restauración. Tampoco alimentó deseos de retornar al trono. 
De las páginas de esta biografía, surge una personalidad que hubiera sido un gran monarca constitucional de haber comprendido que ese era el mejor camino para Rusia. Atribulado por el peso de la herencia y angustiado por la enfermedad de su hijo, se aferró a lo que creyó que era su destino, con un fin trágico para él, los suyos y su país.

Hélène Carrère D’Encausse, Nicolas II. La transition interrompue. París, Hachette, 1996.

miércoles, 30 de mayo de 2012

"Mitos y sociedades", de Gilbert Durand.

Este libro de Gilbert Durand reúne una serie de ponencias presentadas por el autor en Brasil. La lectura suele tornarse árida y con un exceso de citas -a mi criterio- innecesarias y que tornan denso el texto, en sí mismo rico en ideas y aportes para el estudio de los mitos.
El mito, como tal, viene siendo desdeñado sistemáticamente como sinónimo de "mentira", cuando en realidad se trata de un relato que se estima "verdadero" para quien lo transmite. Durand arremete con fiereza contra el edificio cartesiano y positivista de los últimos siglos, que ha probado ser bastante endeble a pesar de todas sus apelaciones a la "razón". Parte del encuentro realizado en la ciudad de Córdoba, España, entre especialistas de distintas disciplinas, abarcando desde la astronomía y la física, hasta la antropología y la poesía, convergiendo en puntos comunes.
A mi juicio, el aporte más interesante del libro es el de la "cuenca semántica", un instrumento conceptual de gran riqueza para analizar los mitos, tomando como ejemplo un río con sus orillas, deltas, cursos y demás; allí expone, por ejemplo, el mito de la tercera era final protagonizada por el Espíritu Santo en Gioacchino di Fiore, y cómo este terminó desembocando en el mito del progreso con su espíritu prometeico que tan fuertemente marcó a la centuria decimonónica, o las utopías marxista y nacionalsocialista con todas sus promesas de superación de todos los problemas, que terminaron en pesadillas diabólicas.
Gilbert Durand rescata una y otra vez la necesidad de estudios interdisciplinarios, reuniendo expertos de la literatura, la antropología, la psicología y la historia de las religiones para comprender la permanencia y persistencia de los mitos en nuestra sociedad. No obstante lo señalado más arriba, estimo que es una obra valiosa para quien quiera desentrañar el universo de los mitos y los símbolos.

Gilbert Durand, Mitos y sociedades. Buenos Aires, Biblos, 2003. ISBN 950-786-398-2

viernes, 4 de mayo de 2012

"El toro de Minos", de Leonard Cottrell.

Hay libros que no pierden su vigencia por la frescura con la que han sido redactados. Este es el caso de El toro de Minos, de Leonard Cottrell, que relata la pasión de dos grandes aficionados a la arqueología que abrieron las puertas al mundo desconocido de la antigüedad griega. Parte, como es lógico suponer, con Heinrich Schliemann, el hombre que se labró a sí mismo, desde muy pequeño, adquirió una fortuna a base de esfuerzo y talento y luego, con ese dinero, partió hacia el entonces Imperio Otomano y después Grecia para excavar. ¿Su búsqueda? Demostrar que cuanto había escrito Homero en la Ilíada y la Odisea era cierto, literalmente cierto.
Más allá de los debates sobre si Homero existió y que los hallazgos de Schliemann en Troya y Micenas, en rigor, fueron de épocas anteriores al relato homérico, esto abrió nuevas fuentes para la investigación histórica y arqueológica.
En este camino lo siguió, años más tarde, Arthur Evans que en su juventud se interesó por la vida y la política en los Balcanes, primero oponiéndose a los otomanos y después a los austriacos en Bosnia-Herzegovina (valiéndole, incluso, la cárcel). En una visita a Grecia conoció a Heinrich Schliemann y a partir de allí nació su interés por objetos que no eran estrictamente micénicos.
Fue en Creta en donde Arthur Evans -que gastó gran parte de su fortuna personal en las excavaciones- encontró una civilización olvidada: la minoica. Leonard Cottrell nos recordará, página tras página, que Sir Arthur Evans fue un caballero con todas las letras, en su actitud, ejemplo e integridad. Durante la primera guerra mundial expresó sus quejas por la actitud anti-alemana de las academias científicas, ya que estimaba que, pasada la atroz conflagración, volverían a encontrarse trabajando juntos en la búsqueda del pretérito remoto. Cuando el Museo Ashmole, a su cargo, intentó ser utilizado por autoridades militares para instalar oficinas, se opuso vehementemente. Cottrell escribe con simpleza una gran verdad: "En épocas de emergencia nacional siempre hay funcionarios improvisados que se aprovechan de su breve autoridad para hacer un uso estúpido y arbitrario de su poder". Esto, tan claro, suele ocurrir no sólo en tiempos de emergencia... Pero Sir Arthur Evans era un hombre que no se dejaba arredrar por los uniformados y los burócratas, y logró que el edificio no fuera utilizado con fines militares. Gracias a Evans, Creta comenzó a ser un cantero rico en arqueología, descubriéndose nuevas ciudades olvidadas, o la cueva donde nació Zeus, investigada por D. G. Hogarth.
Quedan, pues, estos dos ejemplos extraordinarios de avances -con errores, con improvisación, con aciertos- que corrieron un poco el velo de la ignorancia que no nos permite comprender las luces y las sombras del pasado humano.

Leonard Cottrell, El toro de Minos. México, FCE, 2006. ISBN 968-16-0750-3

jueves, 3 de mayo de 2012

"Mitteleuropa", de Jacques Le Rider.

Mitteleuropa, del historiador francés Jacques Le Rider, es un libro bien pensado sobre la posición de Alemania en el centro de Europa y su relación con los vecinos que tiene al Este.
Le Rider distingue con acierto, tras una atenta lectura de varios autores alemanes y austríacos, dos concepciones diferentes sobre el centro de Europa. Para los autores alemanes, sobre todo a partir del siglo XIX y aún más con la recreación del Imperio Alemán en 1871, Mitteleuropa es el espacio que hay entre Alemania y el Imperio Ruso. Una geografía que hay que "colonizar" y "civilizar". Citando a Gustav Freytag, por ejemplo, el Drang nach Osten (el impulso hacia el Este) es comparable al "destino manifiesto" de los Estados Unidos hacia el Poniente, y los eslavos del Este europeo serían análogos a los pieles rojas de las llanuras de América del Norte... Le Rider nos recuerda que el impulso hacia el Este, tan aclamado por los autores nacionalistas alemanes en la centuria decimonónica, no fue ni continuado ni significativo: en un siglo podían llegar a trasladarse poco más de doscientos mil alemanes. Por otro lado, hubo una fuerte asimilación cultural de esos alemanes instalados en medios eslavos, como ocurrió en las grandes ciudades polacas, pero no en los medios rurales, aislados.
Es claro que los pueblos eslavos vieron siempre con temor a la idea de la Mitteleuropa. La otra concepción de una Europa central partía desde Viena, capital del Imperio de los Habsburgo. La monarquía danubiana no pretendía germanizar, sino unificar en torno a su legitimidad dinástica un conjunto de pueblos heterogéneos, que llegaron a ser una docena hacia fines del siglo XIX.
Así, pues, en el auge de los sentimientos nacionalistas del XIX muchos europeos -incluyendo a los franceses- vieron a la monarquía austríaca como un óbice para la construcción de los Estados nacionales. Los alemanes que querían unificarse en torno a las ideas de Volk (pueblo) y Sprache (lengua) y que, en la revolución de 1848, intentaron hacerlo en el célebre y fracasado Parlamento de Frankfurt. Pero bien lo subraya Le Rider en un pasaje luminoso: los checos -que fueron parte del Sacro Imperio Romano Germánico con el Reino de Bohemia- no querían enviar diputados a Frankfurt, sino a Viena. Rescata entonces a la figura de František Palacký (Le Rider lo llama "Franz Palacky") que buscaba la solución "trialista" al imperio: la confederación de austríacos, húngaros y eslavos en una Dieta imperial. ¡Cuántos problemas hubiera ahorrado al mundo, cuánta sangre no se hubiera derramado con esta solución! Y Palacký se hizo célebre -en una fórmula que muchos parafrasean hasta el hartazgo, ignorando su origen- al afirmar que "Verdaderamente, si el imperio austríaco no existiera desde hace mucho tiempo, habría que darse prisa en crearlo, en interés de Europa, en interés de la misma humanidad".
Pero esta solución "trialista" era demasiado para un imperio que dirigió con mano de hierro el canciller Metternich hasta 1848, el gran arquitecto de la restauración después del post-napoleónico Congreso de Viena de 1814.
Las alternativas entre la "pequeña Alemania" -un imperio unificado en torno al reino de Prusia- y la "gran Alemania" -alrededor de Viena, incorporando entonces a los eslavos y magiares-, se decantó por la primera con la férrea decisión de Otto von Bismarck, el canciller prusiano que, a fuerza de tres guerras, creó el II Reich y lo proclamó en el mismísimo salón de los espejos del palacio de Versalles en enero de 1871. Fue la batalla de Sadowa en 1866, en la brevísima guerra austro-prusiana, la que obligó a la monarquía danubiana a hacer una amplia reforma constitucional en 1867. Y en aquella ocasión, que podría haber sido histórica y magnánima, se optó por la solución "dualista": austríacos y húngaros como sostenes del Imperio, dejando de lado a los eslavos. No obstante, el emperador Francisco José intentó presentarse como el pacificador y unificador de esa Europa central que se sentía amenazada por dos gigantes: Alemania y Rusia, ambas con deseos de engullir esa rica porción del Viejo Continente -y así lo demostraron en las dos guerras mundiales y en la guerra fría-.
Con los tambores de la primera guerra mundial sonando en las calles y los soldados atrincherados en ambos frentes, los alemanes volvieron a acariciar la idea de la Mitteleuropa como un espacio que les "pertenecía". Ya antes de esta conflagración nació el concepto del Lebensraum, que luego tomaron los nazis. Recordemos que, por el pacto de Brest-Litovsk -afortunadamente tardío-, los alemanes ocuparon grandes territorios de Europa central y oriental para abastecerse de alimentos y recursos para una guerra que se estimaba que duraría hasta 1920...
Hubo, entonces, dos ideas de la Europa central: una, la Mitteleuropa con visión expansionista; otra, de la Corte en Viena, que buscaba una unión supranacional de legitimidad monárquica. Esta segunda visión se derrumbó con la caída del Imperio, a pesar de los vanos intentos del kaiser Carlos II.
Le Rider suma dos capítulos de enorme interés: la vida cultural judía en Praga, Galitzia y Bukovina. La riqueza artística de intelectuales judíos de habla alemana o yiddisch fue invaluable en estos tres centros, que trágicamente se perdió por el genocidio y las posteriores campañas de rumanización en Bukovina. Estos centros de vida intelectual ponen de manifiesto el espíritu supranacional que estaba germinando en el Imperio Austro-Húngaro, en sus regiones casi periféricas.
Un libro rico, de buena lectura, bien documentado, necesario en estos tiempos en que los opinólogos caricaturescos y panfletarios hablan de una Europa "alemana" con tanta liviandad... Los tiempos han cambiado, la República Federal Alemana ya no cobija ideas de Mitteleuropa y ni siquiera menciona la geopolítica -dato que subraya Jacques Le Rider-.

Jacques Le Rider, Mitteleuropa. Barcelona, Idea Books, 2000. ISBN 84-8236-161-9

lunes, 30 de abril de 2012

"Institutional Change and Political Continuity in Post-Soviet Central Asia", de Pauline Jones Luong

Institutional Change and Political Continuity in Post-Soviet Central Asia es un elaborado estudio in situ de Pauline Jones Luong en Kirguistán, Kazajstán y Uzbekistán, habiendo realizado 152 encuestas a funcionarios y líderes políticos de esas tres repúblicas.
Kirguistán y Uzbekistán declararon sus independencias con respecto a la Unión Soviética en agosto de 1991; Kazajstán lo hizo en diciembre de ese año, poco antes del fallecimiento de la URSS.
Quienes impulsaron estos procesos de emancipación, construcción de un nuevo Estado y "transiciones" fueron los mismos actores políticos que habían hecho su carrera dentro del régimen socialista soviético. Los tres procesos de "transición" fueron, en rigor, negociaciones intra-élite, ya que las escasas fuerzas de oposición no tenían ni la presencia ni la movilización que caracterizaron a movimientos como el sindicato Solidaridad en Polonia o el Foro Cívico checo.
El estudio excluye a las otras dos repúblicas que se independizaron, Tadjikistán y Turkmenistán: la primera, porque tuvo una larga guerra civil; la segunda, porque no realizó transformación alguna.
A diferencia de otros autores -este dato es esencial-, Pauline Jones Luong sostiene que los nuevos clivajes de la política centroasiática no son los clanes, tribus y hordas, ni tampoco la adhesión al Islam. La autora sostiene con convicción y datos relevados in situ que el prolongado sistema soviético desarticuló esos lazos y otorgó relevancia a las regiones.
¿Por qué ocurrió esto? Con la expansión rusa hacia el centro de Asia desde mediados del siglo XIX en plena rivalidad con el Reino Unido en lo que se denominó el "Gran Juego" o "Torneo de sombras", los nuevos dominadores mantuvieron algunos janatos autónomos, pero comenzaron la lenta colonización con rusos en lo que hoy es Kazajstán. No obstante, el Zar no intentó rusificar a estos nuevos súbditos. Fue con la revolución bolchevique y después que esta región tuvo una severa transformación en los sistemas de liderazgo. Con la concentración del poder político y económico en manos del Partido Comunista, quedaron desplazados todos los liderazgos tradicionales y quedaron los líderes regionales de los Obkom como únicos dispensadores de los recursos existentes, como resultado de la eliminación de la propiedad privada.
Es interesante observar que los líderes regionales disponían de un alto grado de autonomía con respecto a los primeros secretarios del Partido en cada una de estas repúblicas, que respondían directamente a Moscú. Así fue como las regiones dentro de cada república rivalizaron entre ellas por los favores provenientes del centro que planificaba la economía.
Los líderes soviéticos prestaron atención al apoyo que recibieron en la guerra civil tras la revolución, así como al rendimiento económico para enviar recursos. Asimismo, especializaron a cada región en un tipo de producción. En términos generales, Asia Central era el gran proveedor de algodón lo que, a largo plazo, tuvo serias consecuencias para el medio ambiente por la insistencia en el monocultivo. Un dato relevante es que el este de Kazajstán también tuvo su "especialidad": ser el campo de pruebas nucleares.
Los cargos directivos en las empresas los ocupaban los rusos, en tanto que la mano de obra no calificada y el trabajo rural quedaba a cargo de kirguizios, kazajos y uzbekos. En Kazajstán, en donde hay una importante presencia de rusos, el liderazgo del Soviet Supremo estuvo a cargo de un kazajo recién en 1960, siendo antes ocupado por un ruso de las regiones occidentales.
El primer secretario del Obkom era el dispensador primario de los recursos económicos y políticos de su región, y hábilmente usaba esa posición para generar lealtad y apoyo a lo largo y a lo ancho de su territorio. Por consiguiente, la población tenía incentivos para apoyarlo, en tanto que las antiguas estructuras tribales e identidades pre-soviéticas carecían de poder, por lo que su influencia fue decayendo y diluyéndose.
El sistema de planificación central soviético de especialización también se basó en las regiones, otorgándole más poder al Obkom y fomentando la competencia entre regiones dentro de cada república soviética. El rol agrícola del centro de Asia se traducía en la especialización del cultivo del algodón en Uzbekistán, trigo en Kazajstán, y ganadería en Kirguistán y Kazajstán. El control de la producción estaba en manos de los líderes regionales, y los funcionarios de las repúblicas eran “mediadores” o “brokers” entre Moscú y cada Oblast para obtener el máximo rendimiento posible.
El proceso de negociaciones durante la etapa post-soviética, pues, se definió entre el presidente y los gobernadores regionales (akims o hokims). La autora califica al sistema de Kirguistán como “populista” y relativamente incluyente, porque permitía que las asociaciones de trabajadores y los comités residenciales, así como a los nuevos partidos políticos, a que presentaran una ilimitada cantidad de candidatos para los cargos; en contraparte, el sistema uzbeko era más restrictivo y centralista, para los partidos reconocidos y concentraba la supervisión del proceso electoral en la Comisión Central Electoral, con miembros elegidos por el presidente. El sistema kazajo, por su lado, era “dualista”, porque divide la supervisión de las elecciones entre comités centrales y regionales, la nominación de los candidatos para el Senado entre el presidente y los gobernadores regionales y para la cámara baja (Majilis) para los partidos políticos reconocidos. En comparación al sistema soviético, estas innovaciones diferían sustancialmente con el pasado reciente, siendo el modelo uzbeko el que guarda más similitudes. Sólo en Uzbekistán el parlamento (Olii Majilis) retiene el poder que tenía el soviet supremo y es de carácter unicameral y de tiempo parcial, y con un sistema de circunscripciones uninominales, como en la era soviética. En Kazajstán, el parlamento (Olii Kenges) es bicameral. En Kirguistán, el parlamento (Jogorky Genesh) sólo es de tiempo parcial como lo fue con el soviet supremo. El sistema kirgizio se basa en la distribución de las bancas por la población, y el kazajo en representación por regiones (Oblast), independientemente de su población. El diseño institucional, pues, en estos países de Asia Central debe ser observado como un intento de los viejos líderes de amoldarse a nuevas estructuras. Los líderes de estas tres repúblicas continúan viendo la política en términos regionales. El propósito de estas negociaciones de innovación institucional, celebradas a nivel de las élites, ha sido el de establecer garantías mutuas para afianzar su papel exclusivo en la toma de decisiones. Ambas partes, la central y las regionales, negociaron desde posiciones de fortaleza y no de debilidad, ya que estos líderes no eran efectivamente desafiados, no se sentían obligados a incluir a la oposición para ganar legitimidad o para establecer la autoridad . A estas élites, pues, las unía una suerte de “pacto de estabilidad” para preservar las posiciones heredadas del sistema soviético, lo que inhibe la democratización.
Estas transiciones, a diferencia de las de Europa central, apuntalaron el entramado de patronazgo, afianzando el regionalismo.
A criterio de Pauline Jones Luong, los tres países mencionados no tuvieron el resurgimiento islámico que algunos analistas preveían, ni tampoco se retornó al sistema tribal previo a la URSS. Si bien estas identidades nacionales y tribales están presentes, los conflictos han sido breves y confinados a ciertos lugares muy acotados, como ciudades o en algún Oblast. Afirma que la prominencia del regionalismo en estos tres países no es casual de la falta de conflicto, ya que los años soviéticos se encargaron de debilitar las identidades tribales, regionales y religiosas. Después de la independencia, los líderes siguieron viendo la política a través de los lentes del regionalismo.
La transición política en Kirguistán relajó el control que el centro ejercía sobre las regiones, descentralización que fue acompañada por un relativo crecimiento de medios de comunicación que informaban masivamente al público, y el surgimiento de organizaciones independientes. Esto proveyó a los líderes regionales (akims) de recursos políticos y sociales adicionales, ya que incrementaron su autonomía regional. El presidente Askar Akaiev comenzó la descentralización política cuando inesperadamente el Soviet Supremo lo eligió para el nuevo cargo de presidente en noviembre de 1990, siendo confirmado por el voto popular en octubre del año siguiente tras la emancipación. Si bien acompañó y estimuló la descentralización, fue él quien eligió a los líderes regionales del Obkom o bien cercanos a ellos. De hecho, apoyó modificaciones en las leyes para otorgarles más poder a los funcionarios locales en 1992, lo que provocó críticas de sus asesores al año siguiente por reducir las atribuciones de la administración central .
Algunos akims simplemente se resistieron a la reforma política, ateniéndose a la defensa de sus intereses parroquiales, lo que era atendible ya que nacieron en un sistema que les daba gran poder para interferir constantemente en la vida de sus ciudadanos. Hasta 1994, en Kirguistán se disfrutó de una libertad de prensa en mayor medida que en el resto de la antigua URSS, hecho reconocido por periodistas de habla kirguizia y rusa. También se permitió la fundación de nuevos partidos políticos y movimientos sociales, sin interferencia del presidente Akaiev, que incluyó miembros de otros partidos en su gobierno y solicitó su asesoría . La libertad de prensa fue aprovechada también por los líderes regionales, que pudieron expresar abiertamente sus quejas contra el centro y las regiones rivales. Cabe señalar que Akaiev debió abandonar el poder en el año 2005 por una serie de manifestaciones opositoras en las calles.
En el caso uzbeko, el gobierno desalentó el activismo, fue muy cauto en la transición económica y deliberadamente minimizó toda influencia extranjera. El propósito era manejar centralmente todos los cambios, a diferencia de lo ocurrido en Kirguistán. Se concentró aún más el poder en torno al presidente, conservando el manejo de los medios y la relación directa con las autoridades locales. También impidió la formación de partidos independientes. Tras ser elegido en diciembre de 1991 a la presidencia, Islam Karimov concentró más poder en la nueva función creada, pudiendo remover al primer ministro y demás miembros del gabinete, jueces e incluso miembros de la Corte Constitucional, pudiendo declarar el estado de emergencia a voluntad, disolver el parlamento y aprobar el nombramiento de funcionarios clave, como el presidente del banco central. Disminuyó el poder de los líderes regionales y se acercó a los más locales. En 1992 creó el Comité de Control Estatal para supervisar en cada Oblast el cumplimiento de las normas del gobierno central. Tras la independencia, inmediatamente removió a los líderes de Fergana y Tashkent. Para 1993, ya había desplazado a todos los hokims regionales por personas leales. Karimov mantuvo el monopolio de la información y la censura, y para fines de 1992 todos los diarios independientes fueron declarados ilegales.
El Partido Comunista se convirtió en Partido Democrático del Pueblo de Uzbekistán (NDPU), pasando todos los bienes del PC al nuevo partido. Los funcionarios son miembros del partido oficial.
La transición de Kazajstán es “mixta” hacia la democracia y la economía de mercado, por un lado permitiendo el desarrollo de medios independientes pero, por el otro, centralizando el poder de decisión. Hay una clara supremacía del ejecutivo sobre el legislativo, especialmente en la oficina presidencial , que comenzó ese proceso con la elección de Nursultan Nazarbaiev el 1 de diciembre de 1991 . La constitución de 1992, claramente presidencialista, impide que el ejecutivo usurpe poderes legislativos. Tiene poder sobre los líderes regionales, pero no tan extensos como los de su colega uzbeko, pero cambió a los akims tras su victoria electoral . La constitución kazaja otorga cierto grado de autonomía a la Corte Constitucional y al Soviet Supremo. El Soviet Supremo se disolvió en 1993 para dar lugar a un parlamento nacional. El respeto a la prensa independiente comenzó a decaer a partir de 1993. A diferencia de Uzbekistán, no se creó un partido que reemplazara al PC –al que no se le permitió registrarse en 1992-, sino que se crearon tres partidos que sostenían al presidente. Finalmente, éste optó por el Congreso del Pueblo de Kazajstán (NKK), opuesto al Partido Socialista, mayoritariamente de miembros rusos, fuerza que se reconoce como heredera del PC soviético “reformada”. La política hacia los nuevos partidos fue fluctuante, de la negación al permiso.
Tras la disolución del Soviet Supremo en 1993, Nazarbaiev comenzó una lenta transición al mercado, dirigida desde la oficina presidencial. El Soviet Supremo se opuso sistemáticamente a la reforma económica. En ese proceso, hubo cierta devolución de atribuciones a los akims. Las ONGs internacionales tuvieron bastante autonomía hasta 1994. Nazarbaiev fomentó la inversión extranjera en la explotación de gas y petróleo y se opuso a la ley de la tierra que buscaba "kazajizar" la tenencia. En cuanto a la formación del Estado, también tuvo el criterio multiétnico y secular, restaurando los antiguos nombres kazajos y respetando las fechas islámicas, aunque evitando la confrontación con la sustancial minoría rusa.
A partir de estos contextos, Pauline Jones Luong analiza las negociaciones en torno al diseño institucional y al sistema electoral.
Es claro que la ausencia de una sociedad civil importante, de las trabas a la prensa independiente y la inexistencia de la iniciativa privada han sido -y siguen siendo- óbices difíciles de superar para el desenvolvimiento de una sociedad abierta y pluralista, a lo que debe sumarse que la región está enclavada en área conflictiva, atravesada por vectores geopolíticos que la han hecho atractiva para las potencias regionales y mundiales.

Pauline Jones LuongInstitutional Change and Political Continuity in Post-Soviet Central Asia. Power, Perceptions, and Pacts. Cambrige, Cambridge University Press, 2002.