sábado, 7 de julio de 2012

"Nicolas II", de Hélène Carrère D’Encausse.

Siempre es bueno retornar a viejas lecturas tras diez, quince o veinte años. Este es el caso con Nicolas II, de Hélène Carrère D’Encausse, libro que no fue traducido al castellano como sí lo fueron otros de la conocida autora francesa, especialista en historia rusa. 
Al recorrer las quinientas páginas de la biografía, uno halla que el último zar fue una persona desafortunada en lo personal y lo político. Ya conocemos su trágico final, el sello que termina de marcar una existencia de pocos momentos felices.
Nicolás II fue el heredero de la autocracia rusa en la que los zares se empeñaron en mantener las riendas del imperio más extenso del mundo, a la par que intentaron modernizarlo económicamente. Su extensión era su principal fortaleza y, a la vez, su gran debilidad.
La gran oportunidad para el inicio de una monarquía constitucional fue en 1825, con el intento fallido de los decembristas; empero los zares lograron imponer el régimen autocrático. Las fallas de este sistema, sin embargo, se hicieron evidentes en la guerra de Crimea, en la que los rusos fueron derrotados por la coalición de turcos, británicos, franceses y piamonteses. Tras esta contienda bélica y con la llegada al trono del nuevo zar Alejandro II,  se dio el comienzo a una serie de reformas que fueron auspiciosas. El zar libertador fue quien terminó con la servidumbre, aun cuando establecía un pesado régimen de indemnizaciones a los antiguos propietarios. Reformó sustancialmente el poder judicial, acercándolo a los parámetros de Occidente. Propició la formación de los zemstva, asambleas regionales, en las que despuntó un tímido retoño de la representación. No obstante este camino emprendido, la intelligentsia rusa se sentía cada vez más próxima a ideas radicales como la de los narodnik, que promovían la ruptura con la modernidad y tenían una visión idílica de la vida campesina, que tan bien supieron retratar las plumas magistrales de Turgeniev y Dostoyevski. El zar Alejandro II murió en un atentado en 1881, con lo que la política de reformas se vio cercenada de su principal impulsor. Su hijo Alejandro III, dio un gran giro a la autocracia. La muerte de Alejandro II despertó a las fuerzas más siniestras que llevaron adelante los pogroms de 1881 y 1882 contra la numerosa población judía, que sufrió una deliberada política de aislamiento, persecución y discriminación. 
Alejandro III continuó la política de modernización económica que llevaba adelante su padre. De la guerra de Crimea, había resultada clara la debilidad económica y social del gran imperio, por lo que se precisaban capitales para invertir en ferrocarriles, comunicaciones y fábricas. El nuevo zar estableció la alianza con la III República francesa ante el surgimiento del II Imperio Alemán, motorizado por la ascendente Prusia. Este autócrata en ningún momento se preocupó seriamente por la formación de su hijo, el zarevich, el heredero Nicolás, que pasó su juventud en el ejército y entretenido en la frivolidad. A sugerencia del gran político Sergei Witte, el zarevich Nicolás viajó con un séquito por Asia, y fue en Japón donde tuvo una experiencia que lo marcó: un japonés le dio un gran golpe en la cabeza. Desde entonces, sintió una gran repulsión y desdén por el mundo nipón. 
Alejandro III murió en 1894 y Nicolás II asumió el trono a los veintiséis años, inexperto pero con la idea firme de preservar la autocracia. Así había sido formado por el jurista Pobiedonóstsev, procurador del Santo Sínodo y uno de los principales ministros de su padre. Se casó con Alexandra, princesa de origen alemán, que se bautizó según el rito bizantino para ser admitida. 
El gran ministro de finanzas de Nicolás II fue Sergei Witte, que llevó adelante una ambiciosa política ferroviaria, estableció el patrón oro y mejoró significativamente las cuentas del imperio, atrayendo los capitales occidentales. Fue, al decir de Carrère D’Encausse, el "Colbert de Rusia". Pero él comprendía que los cambios económicos y sociales debían ser acompañados por una transición al constitucionalismo, lo que Nicolás II rechazaba. El zar consideraba que su misión le había sido otorgada por Dios y que, por consiguiente, no estaba en sus manos cambiar la naturaleza de la autocracia. A esta idea se aferrará hasta sus últimos momentos.
Rusia, pues, se modernizaba aceleradamente, pero mantenía congelada la autocracia política. Se expandía la alfabetización, crecía la clase media, mejoraban lentamente las condiciones de vida, pero se mantuvo firme la política represiva. 
La guerra ruso-japonesa de 1904-1905 alterará ese mundo. Nicolás II llamaba "simios" a los japoneses, por lo que minusvaloraba el poder del imperio del sol naciente. La autora recuerda los primeros instantes de fervor patriótico en la población, tiempos en que el zar y su familia eran aclamados en cada aparición pública. Este entusiasmo se desvaneció con las primeras derrotas en Oriente. En enero de 1905, cuando el monje Gapon llevó a un numeroso grupo de obreros al palacio del Zar a solicitar la reincorporación de algunos trabajadores que habían sido despedidos y fueron reprimidos, comenzó una revolución que se anticipó en doce años a la que abolió el imperio. En plena guerra, la situación interna demostró el profundo rechazo a la autocracia y Nicolás II debió conceder la creación de una Duma que, si bien no tendría las funciones propias de un Parlamento, era el embrión del mismo. Nuevamente debió acudir a la sapiencia de Sergei Witte, quien negoció un exitoso acuerdo de paz con Japón en Portsmouth, evitando el pago de indemnizaciones. Fue por ello que fue nombrado primer ministro en esa etapa de transición. Witte fue breve en el cargo de jefe de gobierno, porque entendía que debía transitarse al constitucionalismo, por lo que fue reemplazado por Stolypin, un personaje interesante que ocupó el cargo hasta 1911, cuando fue asesinado. Piotr Stolypin se embarcó en una importante reforma agraria que otorgaba la propiedad de tierras a campesinos, con el objetivo de crear una clase media en el campo que fuera emprendedora, conservadora y alejada de los devaneos revolucionarios. De haber continuado en el tiempo con esa política, quizás la historia de Rusia hubiese sido completamente diferente. Nicolás II hizo cuanto pudo para evitar dar más poder a la Duma y los zemstva, en donde convergían los partidos políticos que habían sido autorizados. Stolypin se las ingenió para que la tercera y cuarta Duma fueran más propicias a las políticas gubernamentales, alterando el sistema electoral e incluso negando la representación a regiones díscolas, como el Asia central. No obstante, y visto desde la perspectiva del tiempo, fue una transición lenta que pudo haber tenido un final feliz. 
Pero fue la primera guerra mundial la que sepultó a los grandes imperios en Europa. Rusia estaba fuertemente comprometida por su alianza con Francia y Gran Bretaña y se embarcó en esta contienda mundial, a la que todos suponían que sería breve. Nicolás II cometió el gravísimo error de asumir el mando del ejército en el frente contra Alemania y Austria-Hungría, por lo que las derrotas se le adjudicarían directamente a él. Asimismo, dejó el gobierno en manos de la emperatriz Alexandra, cuyo origen alemán la convertía en motivo de rumores y acusaciones de traición. Acompañada y asesorada por Rasputín, el microclima de histeria mística de la emperatriz la llevó a cometer muchos errores e influyó en decisiones de Nicolás II. Y es que Rasputín, un personaje extraño, era el único que podía contener el sufrimiento del zarevich Alexis, enfermo de hemofilia. Demostración de la falta de tacto político de la zarina y su mentor, es que nombró a Boris Stürmer como jefe de gobierno en 1916: su apellido alemán no hizo más que alimentar la convicción popular de la traición. En este ambiente de rumores, derrotas y conspiraciones, Rasputín fue asesinado por miembros de la familia real en diciembre de 1916. A pesar de las crecientes exigencias por una constitución, el zar permaneció sordo a esos reclamos y persistió en la autocracia, que pretendía legar intacta a su hijo en el futuro.
Será en febrero de 1917 cuando una huelga de obreras de Petrogrado desate una ola de insurrección generalizada en la capital, que contagiará al resto de las grandes ciudades y al ejército. La falta de alimentos, la crudeza del invierno, las acusaciones de traición, las derrotas en el frente no hicieron más que demoler los cimientos del imperio zarista. En esto colaboraron activamente los alemanes, deseosos de expandirse hacia el Este, y por ello solventaron económicamente a los bolcheviques, que desde 1914 con Lenin a la cabeza buscaban la derrota de Rusia en la guerra.
Los liberales del partido Demócrata Constitucional, presentes en la Duma, propusieron un gobierno provisional para evitar que cayera en manos de los sectores revolucionarios. Hicieron los últimos intentos de proclamar una monarquía constitucional, e incluso sugirieron que Nicolás II abdicara a favor de su hijo Alexis, con una regencia de su tío Miguel hasta la mayoría de edad. El zar abdicó en su nombre y en el de su hijo enfermo, a favor de su hermano Miguel, que no aceptó la corona. Aquí, el autócrata fue consciente de que hijo no estaba en condiciones de asumir la responsabilidad y actuó como padre. La familia real quedó, entonces, confinada en Tsarskoie Selo esperando partir al exilio y para ello se abrieron negociaciones -infructuosas- con Gran Bretaña y Dinamarca. Los gobiernos provisionales se fueron sucediendo unos a otros, cobrando importancia la figura de Kerenski, de los socialistas revolucionarios. El gobierno se desplomaba, el ejército era sacudido por nuevas derrotas y estaba hundido en la indisciplina, los soviets tomaban cada vez más fuerza y Lenin abogaba por la toma del poder. Será en noviembre de 1917 -octubre en el calendario juliano- que los bolcheviques tomarán el poder e irán estableciendo las bases de un nuevo régimen que pretendía borrar todas las huellas del antiguo régimen y de la experiencia semiconstitucional de la Duma. En julio de 1918, el zar y su familia fueron ejecutados en la casa Ipatiev, en Iekaterinburgo, en donde estaban prisioneros, para que la oposición a los bolcheviques no tuviera una figura a la cual rendir lealtad. 
Hélène Carrère D’Encausse señala que con el golpe de Estado bolchevique, Nicolás II comprendió que había cometido un gran error al abdicar para lograr la paz interna. Sin embargo, ya era tarde para una restauración. Tampoco alimentó deseos de retornar al trono. 
De las páginas de esta biografía, surge una personalidad que hubiera sido un gran monarca constitucional de haber comprendido que ese era el mejor camino para Rusia. Atribulado por el peso de la herencia y angustiado por la enfermedad de su hijo, se aferró a lo que creyó que era su destino, con un fin trágico para él, los suyos y su país.

Hélène Carrère D’Encausse, Nicolas II. La transition interrompue. París, Hachette, 1996.

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