viernes, 28 de septiembre de 2012

"El espejo de Heródoto", de François Hartog.

A mi criterio, El espejo de Heródoto es un libro excepcional por la calidad de sus reflexiones sobre la alteridad, partiendo del texto clásico de Heródoto conocido como Los nueve libros de la HistoriaFrançois Hartog explora no sólo las polémicas que ha despertado en los últimos veinticinco siglos, sino la fabricación de los otros por parte del autor griego, tomando como centro a los escitas.
¿Por qué los escitas y no los persas? Porque los escitas eran los otros en un triple juego. De acuerdo a la visión griega, los persas no sabían combatir, puesto que se basaban en la caballería y los arqueros, en tanto que los hijos de la Hélade lo hacían con los hoplitas, en la batalla cuerpo a cuerpo. Pero cuando los persas invaden infructuosamente la Escitia, combatirán de un modo convencional que los aproximará a los hoplitas, en tanto que los escitas nómadas rehuirán, una y otra vez para desconcierto de los invasores, sin prestarse a la batalla cara a cara. No obstante, el triple juego identificará a los escitas con los griegos en su lucha por la libertad de su pueblo frente a un invasor común, los persas. El escita nómada, el griego hombre de la polis; el escita que es gobernado por la realeza, el griego que vive en la isonomía; el escita que tiene menos dioses que los griegos; el escita que rechaza a quienes han adoptado parte de las costumbres y tradiciones helénicas. Y, a su vez, hay un otro que resulta un otro exótico por antonomasia -tomo la expresión de Emmanuel Taub- que son las amazonas, frente a las cuales los escitas se convierten en casi griegos.
En definitiva, ¿cuánto hablamos de nosotros al referirnos a los otros? Es ése el espejo en el que se mira Heródoto, en el que nos contemplamos en nuestro discurso de la alteridad.
Libro de singular inteligencia y disparador feliz de nuevas interrogantes sobre el oficio del historiador, a partir de quien muchos sostienen -sostenemos- que fue el padre del estudio del pasado humano. Un texto para volver una y otra vez, en sucesivas lecturas, acompañado del precioso legado que nos dejó Heródoto y que, afortunadamente, llegó hasta nuestros días.

François Hartog, El espejo de Heródoto. Buenos Aires, FCE, 2003. ISBN 950-557-591-2

sábado, 15 de septiembre de 2012

"Hirohito and the Making of Modern Japan", de Herbert Bix.

El Emperador Hirohito (1901-1989) de Japón es una de las figuras más controvertidas de la segunda guerra mundial. Por un lado, están quienes afirman que estuvo fuertemente involucrado en las decisiones que llevaron a su nación a la invasión a Manchuria, China y la guerra en el Pacífico contra Estados Unidos, Gran Bretaña y Holanda; por el otro, quienes niegan este protagonismo y lo colocan como un monarca que sólo a último momento, cuando las bombas atómicas asolaron Nagasaki e Hiroshima, intervino para detener a las tropas. El libro de Herbert Bix se inscribe en esta segunda corriente.
Heredero de la estructura imperial de la restauración Meiji, su padre el emperador Yoshihito (era Taishō) fue una figura débil y enferma que formalmente reinó en el breve período de 1912 a 1926, pero que en sus últimos cinco años precisó la regencia de su hijo Hirohito. Desde muy joven recibió una educación marcial, política y religiosa con la impronta idealizada de su abuelo Meiji, cuyo modelo debía emular. Heredero de la ideología imperial del kokutai, que ponía en el monarca el centro de las decisiones políticas, económicas y militares de Japón, Hirohito recibió una larga educación en los principios que sustentaban la Constitución Meiji de 1889. De acuerdo a esta carta constitucional, que tomó el modelo prusiano de la época, el primer ministro era responsable sólo ante el Emperador; la Dieta imperial se reunía brevemente para aprobar impuestos y el presupuesto, en tanto que las Fuerzas Armadas estaban bajo la órbita directa del monarca, sin injerencia civil. 
Hirohito, al asumir formalmente como emperador, quiso desvanecer el recuerdo de fragilidad de su padre y antecesor, vinculándose directamente con el recuerdo -imaginario- de la era Meiji, en tiempos en que en el mundo estaba cobrando vigencia el auge del fascismo. El ejército japonés en Kwantung, en la península de Liaodong (Manchuria) tomó por su cuenta la iniciativa bélica de asesinar al señor de la guerra de Manchuria, Chang Tsu lin, y luego, en 1931, provocó deliberadamente el incidente del ferrocarril de Manchuria del sur para comenzar la invasión a esa región y posterior creación del estado títere del Manchukuo. De hecho, el ejército de Kwantung tomó sus propias decisiones sin consultar ni avisar previamente al gobierno de Japón, ni siquiera a su inmediato superior, el Emperador. 
Desde el asesinato del primer ministro Inukai, el ejército y la Armada japonesa se vieron agitados por la lucha de dos facciones, ambas militaristas: la del Control, que mantenía la estructura de la Constitución Meiji, y la de la Vía Imperial, que sostenía que el Emperador debía gobernar directamente. Lo cierto es que el emperador Hirohito siempre sostuvo a los de la primera corriente, hecho que se reforzó cuando en 1936 los partidarios de la Vía Imperial intentaron dar un golpe de Estado y, probablemente, hubiesen entronizado a su hermano menor Chichibu como Emperador. En 1936, Japón firmó el Pacto Anti Komintern con la Alemania nazi, al que se adhirió al año siguiente la Italia fascista.
En 1937, el ejército de Kwantung provocó una nueva guerra contra el régimen nacionalista chino de Chiang Kai-shek, con el fin de invadir el norte y la costa de ese país. Con los ataques a Shanghai y la masacre de Nanjing, el ejército japonés se involucró de lleno en una guerra de ocho largos años, instalando el régimen títere de Wang Ching-wei (o Wang Jingwei), proveniente del "ala izquierda" del Kuomintang.
Como bien señala Bix, a partir de la invasión japonesa a China, Hirohito comenzó a involucrarse en las decisiones estratégicas. 
Cuando en 1940 y 1941 las tropas japonesas llegaron a la Indochina francesa, primero ocupando el norte y luego el sur, creció la tensión con Estados Unidos y Gran Bretaña. Los países occidentales interpretaron que los japoneses se estaban preparando para una ofensiva contra Malasia, Singapur y Birmania (colonias británicas), las Indias Orientales Holandesas (la actual Indonesia) y Filipinas (bajo protección de los Estados Unidos). Ante esto, el gobierno de Franklin D. Roosevelt impuso fuertes sanciones económicas para ahogar a Japón, prohibiendo la exportación de petróleo al país asiático. 
En abril de 1941, el gobierno japonés firmó un pacto de neutralidad con la Unión Soviética, aun cuando en sus hipótesis de conflicto se tenía al coloso socialista como el enemigo número uno. Es claro que se prefería terminar con la conquista de China para abrir, luego, un nuevo frente en el norte. Cuando los alemanes invadieron a la URSS, sin avisar a Japón, los sectores más belicistas propusieron atacar Siberia pero el Emperador Hirohito los detuvo, consciente del suicidio que hubiese significado.
La decisión de atacar simultáneamente Pearl Harbor, en Hawaii, Malasia y las Indias holandesas fue tomada por el gobierno japonés con la anuencia de Hirohito, según Herbert Bix. El argumento fue que se les estaban acabando las reservas de petróleo y, por consiguiente, buscaban ganar tiempo antes de que los Estados Unidos tuvieran la capacidad de rearmarse. Es claro que los japoneses se enamoraron fatalmente de dos hipótesis falsas: la primera, que Japón era una tierra divina; la segunda, que todo se podía definir en una batalla naval decisiva, como ocurrió en el estrecho de Tsushima en la guerra ruso-japonesa. Ambas presunciones demostraron ser equivocadas. Señala Bix que Hirohito no estaba del todo convencido del ataque a Pearl Harbor.
Hirohito demandó a la Armada esa batalla decisiva que nunca ocurrió. El rearme occidental fue más rápido de lo que los japoneses supusieron, así como también comenzó el retroceso alemán en sus distintos frentes de guerra en Europa y África. Cabe señalar que en ningún momento hubo una coordinación de los países del Eje durante la guerra; de hecho, hubo dos guerras simultáneamente, una con el escenario en el Pacífico, y la otra en Europa y el norte de África.
En 1945, durante la conferencia de Potsdam, los países aliados exigieron la rendición incondicional de Japón. Según Bix, el único interés del Emperador era mantener el régimen del kokutai inalterado. Con las dos bombas atómicas y la declaración de guerra por parte de los soviéticos, finalmente el Emperador se rindió públicamente ante las fuerzas aliadas y ordenó el cese de fuego al Ejército y la Armada.
Los países vencedores reconocieron como comandante supremo de las fuerzas aliadas al general Douglas MacArthur, quien se instaló en el archipiélago desde fines de agosto de 1945 hasta 1951, cuando fue sucedido por Ridgway. Rápidamente comenzó su tarea de desmilitarizar y democratizar al Japón, estableciendo una buena relación con Hirohito. MacArthur se empeñó en no considerar al Emperador como criminal de guerra desde el inicio. Hirohito fue un elemento clave para la desmilitarización y desmovilización de las tropas, así como un aliado firme para la preservación del orden en una sociedad devastada y desmoralizada. Si bien el Emperador quiso conservar su protagonismo político, el esquema constitucional que impusieron las fuerzas aliadas lo convirtió en un símbolo de la unidad de la nación, y ya no el centro de la vida política y militar. Asimismo, MacArthur presionó para que Hirohito hiciese su célebre "declaración de humanidad". El carismático general fue el arquitecto de la monarquía constitucional japonesa que está vigente desde entonces.
Durante los juicios de Tokyo, apenas se mencionó a Hirohito, pero en ningún momento fue llamado a declarar como testigo. Las presiones para su abdicación a favor de su hijo, el príncipe Akihito, fueron menguando tras el tratado de paz firmado en 1952 en San Francisco. 
Hacia el final del libro, Bix carga las tintas contra el Emperador, con lo cual pierde el equilibrio que se puede leer en los capítulos anteriores. 
El libro de Herbert Bix es altamente recomendable y sugiero su lectura, aun cuando no comparta muchas de sus apreciaciones. Es un esfuerzo académico serio, de envergadura, para aproximarse y comprender lo poco que se puede conocer de esta figura enigmática que, con habilidad, supo rehacerse políticamente tras la derrota en la segunda guerra mundial.

Herbert Bix, Hirohito and the Making of Modern Japan. Londres, Duckworth, 2001. ISBN 0 7156 3077 6