domingo, 23 de junio de 2013

"Russian America: An Overseas Colony of a Continental Empire, 1804-1867", de Ilya Vinkovetsky.

La expansión de los rusos hacia el Oriente del continente asiático llegó hasta las orillas del Océano Pacífico y las penínsulas de Kamchatka y Chukotka. El mar no fue un obstáculo y comenzaron a tomar posesión, una tras otra, de las islas Aleutianas y luego lo que hoy es Alaska. Este avance hacia el Este y luego el continente americano se debió a un afán depredador: lo impulsaban los buscadores de pieles de animales, producto de exportación hacia Europa occidental y el Imperio Chino. 
Ilya Vinkovetsky se dedica a la etapa rusa de Alaska, desde los primeros buscadores de pieles y cazadores procedentes de la Rusia asiática, pasando por la administración de la Compañía Ruso-Americana hasta, rápidamente, el proceso de venta de la colonia a los Estados Unidos en 1867.
Es interesante que el autor se preocupa por retratar con la mayor fidelidad posible al sistema social establecido en la única colonia del ultramar del imperio de los Zares. Señala que, a diferencia de lo ocurrido en Siberia y el lejano Oriente ruso, Alaska fue concebida como una colonia y que por ello fue otorgada su administración a la Compañía Ruso-Americana por el zar Pablo I, siendo ratificado en varias oportunidades por monarcas posteriores. Esta compañía tenía accionistas privados, comerciantes de pieles, y fue incrementando la participación de aristócratas. Es por ello que la Compañía, en rigor, fue privada y pública, dadas las vinculaciones de la aristocracia con el régimen imperial, así como por las reglas que le fueron impuestas desde la metrópoli. Originalmente con sede en Irkutsk, se trasladó a San Petersburgo. De allí partían los viajes de la Armada hacia Alaska, 
La composición original de la población de Alaska eran los aleutas, del archipiélago de las Aleutianas, los kodiag y los tlingit, siendo estos últimos los más belicosos y problemáticos para la colonia rusa. 
Siendo el objetivo de la Compañía el de generar ganancias para sus accionistas, la práctica depredatoria se impuso a las tribus locales, obligadas a cazar de modo intensivo a las nutrias y lobos marinos de la región, que inexorablemente disminuían en cantidad. La Compañía impuso un régimen estamental en la colonia y los cazadores más hábiles eran los aleutas, en tanto que los tlingit solían resistirse a la presencia europea. En ningún momento se propició la emigración de rusos a la colonia, ya que por un lado aún estaba vigente el régimen de servidumbre -adscripta a la tierra- y, por el otro, no tenían la habilidad para la caza que exhibían los nativos. 
La composición de los rusos, escasa en número, tenía un claro componente de la parte europea, por el número de oficiales navales destacados en esa latitud. La visión benevolente y paternalista de los gobernadores rusos -oficiales de la Armada- hacia los nativos, contrastaba con el maltrato que les impusieron los agentes de la Compañía y los rusos asiáticos, sibiriaki. No obstante, se produjo el inevitable mestizaje del que nacieron los kreoli, que no eran reconocidos como rusos ni tampoco como nativos. 
La política rusa hacia los nativos fue la de rusianización, oбрусение, que no pretendía transformarlos en nuevos rusos, sino una aculturación lenta que apuntaba a buscar la lealtad de los nativos hacia el Zar. La rusificación, pусификация, hubiera supuesto un enfrentamiento con las tribus, lo que hubiera conllevado un costo económico, político y militar que chocaba con las pretensiones pecuniarias de la Compañía.
Las dificultades de preservar esta colonia se pusieron en evidencia con el ataque de los tlingit contra el fuerte de San Miguel en 1802, recuperado en 1804 y convertido en la capital como Novo Arjangelsk. Los rusos utilizaron el tabaco y el ron como elementos de cooptación a los líderes tribales, así como el reparto de elementos simbólicos que los realzaban frente a su comunidad y los clanes internos. Pero los tlingit también tenían contacto con británicos y estadounidenses que tenían ambiciones en Alaska, por lo que nunca fueron aliados de fiarse en la región. 
El contacto con los españoles y después mexicanos fue escaso, en el fuerte Ross (así llamado por los estadounidenses), situado en el norte de la actual California, pero suficiente para la provisión de algunos alimentos. 
De particular interés resulta el capítulo que el autor dedica a la expansión de la Iglesia Ortodoxa en Alaska, por impulso del obispo Veniaminov, una figura singular y digna de elogio y admiración, que aprendió la lengua aleuta, le dio un alfabeto y tradujo el texto bíblico para acercarse a los nuevos feligreses. Logró varias conversiones entre los aleutas y después emprendió la misma tarea con los tlingit, aunque con menor éxito. Por su iniciativa, algunos kreoly y nativos siguieron el camino del sacerdocio. Vinkovetsky remarca que, tras la venta de la colonia a los Estados Unidos, la Iglesia Ortodoxa se mantuvo en Alaska con dinero proveniente de Rusia hasta 1917. A pesar de la ruptura de la revolución bolchevique, una porción significativa de los nativos son ortodoxos como un elemento cultural y religioso que los separa del protestantismo de los blancos.
Será la guerra de Crimea, que expuso la fragilidad del Imperio Ruso, la que lleve al zar Alejandro II y a su hermano, el Gran Duque Konstantin, a establecer negociaciones secretas con el gobierno de Estados Unidos para la venta de la colonia. Conscientes de que resulta imposible defender a Alaska frente a un ataque británico, se optó por la venta a los Estados Unidos, un aliado común frente a la rivalidad del Reino Unido. La incorporación de la región de Amuria transformó el eje de la expansión rusa en Oriente, cambiando la prioridad de la metrópoli. 

Ilya Vinkovetsky, Russian America: An Overseas Colony of a Continental Empire, 1804-1867. New York, Oxford University Press, 2011.

lunes, 17 de junio de 2013

"Great Games, Local Rules: The New Great Power Contest in Central Asia", de Alexander Cooley

Escenario apetecido por el Imperio Ruso y el Imperio británico durante el siglo XIX en el llamado Gran Juego, el centro de Asia volvió a tener relevancia mundial en el inicio del siglo XXI con la guerra en Afganistán.
Alexander Cooley hace, en este libro que recomiendo vivamente, el análisis de la puja por influir de los tres grandes poderes en la región, a saber: Rusia, Estados Unidos y la República Popular China, entre los años 2001 y 2011.
Cooley parte con una observación sensata: la rivalidad actual no tiene paralelo con el Gran Juego o Torneo de Sombras que tuvo lugar en el siglo XIX. En aquella circunstancia, tanto Rusia como Gran Bretaña aspiraban al dominio de la región, una lucha por la ocupación de nuevos territorios. Ahora, las prioridades son diferentes. Estados Unidos se ha involucrado por la guerra en Afganistán y precisa de bases de operaciones y caminos para abastecer a sus tropas, así como aliados regionales en la guerra internacional contra el terrorismo. La República Popular China se involucra para asegurar su frontera occidental y su presencia en la región del Xinjiang, habitada por los uigures, que tanto por su composición étnica como religiosa están emparentados con los pueblos de Asia Central. Rusia, en cambio, no tiene un objetivo específico; pero busca de algún modo preservar su status de ex potencia colonial, tal como lo hacen los franceses y británicos en países de África y Asia. 
Estas singularidades han llevado a que las cinco repúblicas ex soviéticas de Kazajistán, Kirguistán, Tadjikistán, Turkmenistán y Uzbekistán no hayan avanzado en procesos de democratización sino que, por el contrario, se han quedado en lo que yo denomino "transiciones de hierro", encabezadas por la vieja élite de los partidos comunistas locales. El autor remarca que los tres grandes jugadores han tenido que adaptarse a las reglas locales, ya que las élites gobernantes buscan preservar el poder y utilizan en su favor la rivalidad de los actores externos.
Los gobernantes de los países ex soviéticos de Asia Central han empleado los fondos prestados por estas naciones en su red patrimonial, así como en el enriquecimiento personal. Las cuentas del presidente kazajo Nursultan Nazarbaiev en Suiza, la fortuna de Maksim Bakiyev -hijo del ex presidente kirguizio-, y la riqueza de Gulnara Karimova -hija del presidente uzbeko Islam Karimov-, son sólo algunos ejemplos de la corrupción de esos países que continúan siendo dominados por la vieja nomenklatura. Los recursos del Estado no se someten al control de los ciudadanos, los medios de comunicación están sometidos y se rechazan las políticas de transparencia y democratización que propugnan los occidentales, sosteniendo que su cultura es diferente. Rusia y la República Popular China, que tienen regímenes autoritarios, claramente ven con recelo a las ONG procedentes de Estados Unidos y Europa occidental, promotoras del respeto a las libertades individuales, garantías procesales y el cumplimiento de tratados internacionales. Asimismo, durante las dos presidencias de George W. Bush se privilegió la guerra internacional contra el terrorismo, por lo que se proveyó a las fuerzas armadas de Asia Central de armamentos, información y capacitación que fueron utilizados para combatir a grupos islamistas y, también, a acallar a la oposición interna. 
La Federación de Rusia apoyó esta guerra internacional para aplastar a las guerrillas en Chechenia, y la República Popular China incluyó a varios grupos independentistas uigures en la lista negra del terrorismo internacional. 
Sin embargo, Rusia y la República Popular China también se involucraron en la región a través de organismos internacionales, como el CSTO (Collective Security Treaty Organization) liderado por Moscú, y la OCS (Organización para la Cooperación de Shanghai), con sede en Beijing. 
Alexander Cooley dedica un capítulo a Kirguistán y cómo los presidentes Akaiev y Bakiyev manipularon la presencia estadounidense en la base aérea de Manas, a pocos kilómetros de Bishkek, para obtener mayores dividendos de todas las partes. También aporta un capítulo similar sobre Uzbekistán, que también ha sabido utilizar su vecindad con Afganistán para servir de base de apoyo militar a las fuerzas de la OTAN, obteniendo con ello importantes recursos y conocimientos militares. 
El libro es sumamente valioso porque aporta conocimientos sobre la actualidad del centro de Asia, y también es una alerta sobre prácticas de corrupción y patrimonialismo de gobiernos sin escrúpulos que se alían a regímenes autoritarios y depredadores que, lamentablemente, hacen retroceder los escasos avances de la democracia liberal en la región.

Alexander Cooley, Great Games, Local Rules: The New Great Power Contest in Central Asia. New York, Oxford University Press, 2012.

sábado, 8 de junio de 2013

"The Sorcerer as Apprentice", de Stephen Blank.

La relación difícil que los rusos tuvieron -y tienen- con las otras nacionalidades de su entorno, no tuvo una solución pacífica durante la revolución bolchevique. El propósito de Lenin y el consejo de comisarios del pueblo (Sovnarkom) fue el de mantener las fronteras del antiguo imperio de los zares, aun cuando el discurso dejó de ser el de la unidad en torno al monarca y la ortodoxia, para ser el del internacionalismo proletario.
Stephen Blank, Doctor en Historia y reconocido especialista en Rusia y la Unión Soviética, prestó especial atención al período en que Stalin fue el comisario para nacionalidades, a cargo del Narkomnats. Si bien Stalin no le prestó mucha atención a este organismo, ya que Lenin prefería delegarle otros asuntos más importantes, es claro que supo utilizar la función para ir ganando espacio dentro del partido y, en especial, en el Politburó. 
Los bolcheviques, en su gran mayoría rusos, se apoyaron en la presencia de rusos en las áreas geográficas que dominaban desde los tiempos del zarismo, como en el Cáucaso, los Urales y Asia Central. Las nacionalidades no rusas que componían el vasto imperio, si bien juntas sumaban aproximadamente el 60%, estaban desunidas. Muchas, como los tátaros y los bashkires, se sumaron a los bolcheviques como una opción que suponían menos conflictiva que la de los ejércitos blancos, que desconocían toda reivindicación nacionalista. Así ocurrió con el Alash Orda de los kazajos, que luego padecieron la persecución y las purgas a manos de los bolcheviques tras la guerra civil.
Blank señala con acierto que los bolcheviques veían con prejuicios eurocentristas a las poblaciones musulmanas de Crimea, el Cáucaso y Asia Central. Era una prolongación de la "misión civilizadora" de los pueblos blancos para llevar el progreso a los bárbaros atrasados, una concepción que el orientalismo decimonónico marcó fuertemente en las mentes de muchos europeos. Por otro lado, Lenin y los bolcheviques observaban todas las relaciones humanas a través del ajustado prisma de la lucha de clases, por lo que desconfiaban de las reivindicaciones nacionales de los pueblos centroasiáticos y del Cáucaso. Dentro de las filas bolcheviques tuvo activa participación Sultangaliev, tátaro, que intentó impulsar una política de laicización y modernización del Islam, procurando su reforma, evitando de este modo las campañas antirreligiosas que impulsaba el Sovnarkom en la Rusia europea contra cristianos y judíos. 
El Narkompros, la comisaría del pueblo para la educación, propuso la latinización de los alfabetos de los pueblos musulmanes con el argumento de que era más sencillo para la propagación de la alfabetización. De un modo claro, buscaba la ruptura de estas nacionalidades de todo contacto con musulmanes allende las fronteras de lo que fue la URSS, así como el extrañamiento de toda la literatura anterior en alifato. De hecho, a mediados de los años treinta, el nuevo cambio de alfabeto será la conversión al cirílico, una medida que apuntaba hacia la rusificación y el quiebre de todo contacto con la cultura exterior.
Se ignora si realmente Sultangaliev buscaba crear una república independiente de toda Asia Central. Sultangaliev sostenía que la lucha de clases entre burgueses y proletarios no tenía sentido en su región, puesto que la mayoría de sus pobladores eran nómadas. Creía que todos los centroasiáticos eran proletarios, víctimas de la explotación del imperialismo ruso, lo que lo hacía sospechoso, a ojos de Stalin, de una desviación de "comunismo nacional".
Lo cierto es que Stalin logró imponer sus tesis contra el "comunismo nacional" en el XII congreso del partido, en 1923, y al mes siguiente acusó a Sultangaliev en el Comité Central del partido de conspirar contra la revolución. Kamenev, Zinoviev y Trotski no hicieron nada para impedir este juicio, ya que ellos también veían en modo oblicuo a las minorías nacionales. Stalin, con el aval de Lenin, se propuso dar un juicio ejemplar para disipar toda tendencia separatista y nacionalista. Sultangaliev fue acusado de establecer relaciones secretas con Turquía, Irán y los basmachis para separarse de la Unión Soviética. 
Si bien el Narkomnats fue disuelto en 1924, Stalin lo utilizó para fomentar la centralización del poder y fue un anticipo de lo que fue su política totalitaria y genocida en los años posteriores.

Stephen Blank, The Sorcerer as Apprentice. Stalin as Commissar of Nationalities, 1917-1924. Westport, Greenwood Press, 1994.

"Hong Kong, Empire and the Anglo-American Alliance at War, 1941-1945", de Andrew J. Whitfield.

Hong Kong fue la primera pieza colonial que los británicos lograron en China tras la guerra del opio, concluida con el Tratado de Nanking, que dio inicio a la era de los tratados desiguales de extraterritorialidad. La isla fue cedida "a perpetuidad", en tanto que en 1898 se obtuvieron los llamados "Nuevos Territorios", en el continente frente a la ínsula, hasta 1997.
Los británicos libraron la guerra en forma solitaria contra Alemania tras la rendición francesa, hasta que las tropas de Hitler invadieron en junio de 1941 la Unión Soviética, en tanto que en Asia Oriental la guerra golpeó al viejo imperio con el ataque japonés a Pearl Harbour. Simultáneamente, los japoneses atacaron Hong Kong, en diciembre de 1941, en tanto que luego avanzaron hacia las colonias británicas en Malasia, Singapur y Birmania.
A fines de 1941, el primer ministro Winston Churchill se negó a enviar más tropas para la defensa de Hong Kong, ya que hubiera significado distraer tropas necesarias en la guerra en Europa, así como era imposible defender esa posición. Tras dos semanas de combate, los japoneses tomaron la ciudad, tras luchar contra soldados británicos y canadienses allí apostados.
No obstante, Churchill y Anthony Eden, a cargo del Foreign Office, se empeñaron en preservar el status de Hong Kong como parte integral del imperio británico ante las exigencias del gobierno nacionalista chino en Chungking, al mando del Generalísimo Chiang Kai-shek.
Comenzó un juego de posiciones en vista al futuro entre Chiang Kai-shek, Churchill y Franklin Delano Roosevelt.
Whitfield sostiene que había un amplio consenso en la élite británica, formada en los mismos centros de estudio, de preservar al imperio. Incluso había consenso entre conservadores y laboristas, ya que sus diferencias se limitaban a la vida interna de la metrópoli. Sin embargo, había visiones encontradas entre los funcionarios del Foreign Office, de gran prestigio, y el Colonial Office, entonces a cargo de Oliver Stanley, un tory cercano a Neville Chamberlain. De acuerdo al autor, el deseo de recuperar Hong Kong era por motivos de prestigio nacional y no por objetivos económicos, ya que la colonia comenzó a despegar como un gran centro financiero internacional después de la segunda guerra mundial. Posiblemente así haya sido, ya que las cancillerías europeas se guiaban por lo que los austríacos llamaban la Prestige Frage, la cuestión de prestigio.
Franklin D. Roosevelt tenía su propia política exterior, de la que tenía apartado al secretario de Estado Cordell Hull, a quien ni siquiera llevaba a las conferencias internacionales como las de El Cairo y Teherán, ambas cruciales, en 1943. Si bien demostraba querer desarticular los imperios coloniales de franceses y británicos, tampoco podía hacer una declaración formal, ya que precisaba la alianza británica. Asimismo, Churchill sabía que también necesitaba a los Estados Unidos durante la guerra, por lo que ambos evitaban el enfrentamiento por la cuestión colonial antes de que finalizara la conflagración contra el Eje. Chiang Kai-shek, cuyo gobierno se caracterizaba por su corrupción desenfrenada y el enriquecimiento de su entorno, jugó con la carta estadounidense todo lo que pudo, solicitando más préstamos y armamento, a pesar de que su desempeño militar era deplorable ante las tropas japonesas. Roosevelt intentaba presentar a Chiang Kai-shek como un líder de proyección mundial, así como un hombre de concepciones democráticas, en lo que era acompañado por la prensa de los Estados Unidos. Asimismo, el gobierno de Estados Unidos no dejaba de ver a los británicos como imperialistas y, de tanto en tanto, no dejaban de recordar la guerra del opio. A esto, los funcionarios del Foreign Office tampoco se permitían olvidar que, contemporáneamente a esa guerra con el Imperio Chino, los Estados Unidos emprendieron la expansión hacia el Pacífico a expensas de México.
En 1943, el Reino Unido firmó un tratado con China por el cual se cancelaba la extraterritorialidad, un hecho altamente simbólico aunque sin contenido práctico, ya que los puertos involucrados estaban en posesión de los japoneses. Inicialmente, la postura de Chiang Kai-shek era agregar a Hong Kong en este tratado, sobre todo a los Nuevos Territorios, pero la posición británica había mejorado en 1942 con triunfos militares en la guerra europea. Si bien muchos ingleses suponían que tras la guerra no lograrían recuperar el imperio, la ¿tozudez o tenacidad? de Churchill llevó a muchos, poco a poco, a recobrar la esperanza. El mejor aliado para la recuperación de Hong Kong, paradojalmente, fue el mismísimo Chiang Kai-shek, al poner en evidencia su impericia militar y política, puesto que ni siquiera tenía pleno control de su gobierno en Chungking. De hecho, cuando estuvo de visita en la Conferencia de El Cairo, en donde se reunió con Roosevelt y Churchill, hubo un intento de golpe de Estado en la capital de la China nacionalista, en el que habrían participado sus familiares políticos de la familia Soong. Chiang tenía escaso conocimiento de la política exterior y no hablaba en inglés, siendo la traductora su esposa, Madame Chiang, que probablemente cambiaba el contenido en uno y otro sentido. El hermano de Madame Chiang no era otro que T. V. Soong, el ministro de Relaciones Exteriores de Chiang, y una de sus hermanas estaba casada con el Dr. Kung, ministro de Finanzas, considerado el hombre más rico de China y, quizás, del mundo...
La posición de Chiang dependía enteramente de su aliado estadounidense, hecho del cual Roosevelt era plenamente consciente y lo utilizaba. En la Conferencia de El Cairo, el presidente Roosevelt había prometido a Chiang llevar una ofensiva en Birmania para abrir una ruta hacia China en el sur. En la Conferencia de Teherán dejó a un lado esta promesa y se plegó al pedido de Stalin y Churchill de impulsar el desembarco en Normandía en 1944, para abrir un frente occidental ante Alemania. El autor contrapone, una y otra vez, la diferencia operativa entre ambos gobiernos: Churchill debía elaborar un amplio consenso en un gobierno de unidad nacional y mantener el apoyo parlamentario, así como elaborar las líneas de acción con el Foreign Office y el Colonial Office. Roosevelt, en cambio, concentró en su persona una gran masa de poder y consultaba sólo a sus amigos más cercanos sobre la estrategia a seguir, sin dar espacio al Departamento de Estado y, ni siquiera, al vicepresidente. Aceptó a regañadientes que Louis Mountbatten, británico, estuviera al frente del SEAC, el South East Asia Command; pero tanto el almirante Nimitz como el general MacArthur procuraron reducir toda importancia a la presencia inglesa en la ofensiva contra los japoneses en el Océano Pacífico.
El gobierno británico priorizó la guerra en Europa, aun cuando no dejaba de insistir en que Hong Kong era parte de su territorio. Prueba de su interés por el enclave en Asia Oriental fue la creación, en agosto de 1943, del Hong Kong Planning Unit (HKPU), que tenía a su cargo la preparación para el gobierno colonial en cuanto se expulsara a los invasores japoneses. Sus funcionarios fueron pensando, durante la guerra, cómo habría de ser el porvenir de Hong Kong.
En la Conferencia de Yalta de 1945, en la que participaron Roosevelt, Churchill y Stalin, se establecieron los grandes lineamientos del mundo de la posguerra. Roosevelt hizo grandes concesiones a la Unión Soviética no sólo en Europa, sino también en Asia a expensas de China y Japón -sin saber de qué se trataba, dio el visto bueno a la toma de las islas Kuril-. Esto disminuía aún más la posición de Chiang Kai-shek, a quien no sólo no se le consultaba sobre estas concesiones, sino que además había demostrado una vez más sus falencias ante la Operación Ichigo, la ofensiva japonesa en China continental. Si bien el Generalísimo nacionalista una y otra vez daba a entender que expulsaría a los japoneses de Hong Kong, era claro que sus posibilidades eran nulas. 
El viraje de la política exterior estadounidense tuvo lugar con el fallecimiento de Roosevelt quien, a pesar de su enfermedad, no dejó instrucciones ni testamento político. Su sucesor, el vicepresidente Harry Truman, cambió la posición con respecto a la Unión Soviética y apoyó la postura británica de recuperar Hong Kong. El consenso de conservadores y laboristas sobre el imperio quedó en evidencia cuando a mitad de la Conferencia de Potsdam hubo recambio de primeros ministros: Winston Churchill había sido batido en las urnas por Clement Attlee, que no varió en un ápice la visión hasta entonces sostenida en el escenario internacional.
A fines de agosto de 1945, tras la rendición del imperio japonés por órdenes de Hirohito, el ejército invasor entregó la posesión de Hong Kong a los británicos, sin que Chiang Kai-shek pudiera hacer nada. Este enclave se convirtió, con el triunfo de la República Popular China, en una puerta de entrada e información para el espionaje durante la guerra fría.

Andrew J. Whitfield, Hong Kong, Empire and the Anglo-American Alliance at War, 1941-1945. New York. Palgrave, 2001.