lunes, 29 de julio de 2013

"A Turn to Empire: The Rise of Imperial Liberalism in Britain and France", de Jennifer Pitts.

El libro de Jennifer Pitts es uno de esos textos que lo colocan a uno ante aspectos poco luminosos de los autores por los que uno siente cercanía, y por eso le doy la bienvenida entre mis lecturas. Remueve, provoca, presenta y sugiere. Aunque no esté del todo de acuerdo con muchos de sus planteos -o quizás por eso mismo-, me parece un libro de gran valor.
Los autores que podemos ubicar en la corriente liberal del siglo XVIII -el término es extemporáneo- advertían de los riesgos y costos de las aventuras coloniales de Gran Bretaña y Francia. Adam Smith y Edmund Burke, por ejemplo, veían con escepticismo al colonialismo británico. Como bien señala Pitts, si bien los autores de la Ilustración escocesa como Smith y Adam Ferguson sostenían que había varias etapas en el progreso humano, no atribuían los primeros estadios a la falta de inteligencia, sino a la adaptación de sus instituciones y costumbres a las circunstancias que vivían las diferentes culturas. Tampoco tenían un juicio valorativo en estas categorías, sino que simplemente las utilizaban como una herramienta conceptual. Adam Smith en Gran Bretaña y Jean Baptiste Say en Francia, señalaban que las aventuras coloniales sólo generaban pérdidas para las metrópolis, proponiendo en cambio el libre comercio pacífico entre los pueblos como la forma de promover la prosperidad general.
Edmund Burke fue un gran crítico, desde su banca en el Parlamento y como abogado, de la Compañía de las Indias Orientales. Burke y Smith tenían una concepción universal del ser humano, creyendo en su inteligencia y sentido común más allá de las fronteras culturales, lingüísticas y religiosas. Benjamin Constant, también parlamentario durante la Restauración borbónica, fue un gran crítico del imperialismo francés. Pero tras estas dos generaciones de liberales críticos de las posturas de expansiones imperiales, hubo otra que defendió las conquistas ultramarinas, como la de John Stuart Mill y Alexis de Tocqueville.
John Stuart Mill se nutrió de dos poderosas fuentes intelectuales: Jeremy Bentham y de su padre, James Mill, ambos utilitaristas. Bentham fue un crítico sagaz del imperialismo, a diferencia de James Mill, un entusiasta funcionario de la Compañía de Indias Orientales. Si bien John Stuart Mill se apartó de las ideas de su progenitor en varios aspectos, no fue así con respecto a la India, ya que también fue funcionario del organismo mencionado hasta su disolución. Y es que John Stuart Mill estaba imbuido de la idea de que los británicos tenían el deber de civilizar a los pueblos "atrasados", ya claramente enrolado en la teoría del progreso que tanto daño hizo al mundo en la centuria decimonónica, y que estuvo -y sigue estando- presente en varias corrientes ideológicas. Si bien J. S. Mill nunca adhirió a las teorías racistas que ya empezaban a esbozarse, sí consideraba que había estadios evolutivos de salvajismo y barbarie que mantenían en situación inmóvil a los pueblos del Oriente, América y África, en una "infancia" que los hacía sujetos del despotismo benevolente de Occidente. Mill creía en una tecnocracia benefactora para la India como modelo a ser replicado en Irlanda, por ejemplo. Nunca viajó a la India para conocer la gran civilización que los británicos estaban dominando, por lo que se mantuvo incólume en sus ideas.
El caso de Alexis de Tocqueville es, particularmente, el que me resultó más interesante. A mi parecer -este juicio es enteramente subjetivo-, Jennifer Pitts es muy dura en sus apreciaciones sobre la postura de Tocqueville con respecto a la colonización de Argelia. Su honestidad intelectual es implacable y le dedica dos capítulos del libro. Alexis de Tocqueville fue un activo parlamentario durante la Monarquía de Julio, constituyente y durante pocos meses ministro de Asuntos Exteriores en la Segunda República. Desde su escaño, se convirtió en una de las voces autorizadas sobre Argelia, a donde viajó en dos oportunidades y dejó plasmadas sus ideas en artículos y ensayos, así como en intervenciones parlamentarias.
Los itinerarios recorridos por Tocqueville en la cuestión argelina reflejan las tensiones que le provocaba: por un lado, partidario de mantener la colonia, siendo plenamente consciente de que para ello se debía recurrir al uso de la fuerza. Por el otro, crítico de los colonos y su sentimiento de falsa superioridad, así como escéptico de las posibilidades de fusionar las culturas en Argelia. Su visión estaba teñida por la necesidad de mantener bajo control la costa meridional del Mediterráneo ante la posible expansión británica, y también para fomentar el espíritu patriótico en Francia. La autora sostiene que Tocqueville tenía la mira puesta en la política interna de su país cuando propició la colonización de Argelia, anhelando mantener a Francia como gran potencia frente a los británicos, a los que admiraba y de los que recelaba. Pitts rescata del injusto olvido a la contracara de Tocqueville que se oponía al imperialismo en tiempos de la monarquía orleanista, Amédée Desjobert, un liberal ubicado en la "izquierda" parlamentaria de aquel entonces, figura política poco estudiada y que requiere ser leído para comprender mejor el debate de la época con más amplitud.
Es sabido que Tocqueville tampoco adhirió a las teorías racistas de superioridad biológica y se opuso a la postura de su antiguo discípulo, el conde Gobineau.
Si bien hace afirmaciones con las que discrepo, el libro es inteligente, bien fundamentado y documentado, de valor y de lectura provechosa.

Jennifer Pitts, A Turn to Empire: The Rise of Imperial Liberalism in Britain and France. Princeton, Princeton University Press, 2006.

miércoles, 17 de julio de 2013

"The Kokugo Revolution", de Paul H. Clark.

Este interesante libro se enfoca en un aspecto pocas veces atendido, como es el de las reformas a la lengua japonesa durante la restauración Meiji, el período en que termina el shogunato y se reestablece al Emperador como figura central de la política del archipiélago. Con el inicio de las etapas de modernización económica, social y política, la educación iba varios pasos atrás por la diversidad lingüística, ya sea regional como estamental, que había entre los japoneses. 
El sistema de escritura oficial kanbun, de origen chino, requería varios años de estudio para llegar a manejar con suficiencia los diez mil caracteres (kanji), por lo que no resultaba práctico para la alfabetización masiva de los niños. Este largo tiempo de aprendizaje impedía dedicar horas al estudio de otros conocimientos considerados necesarios, y tampoco garantizaban la posibilidad de comunicación efectiva entre las distintas regiones, estamentos y oficios. Además del kanbun -del que había variantes-, estaban también los sistemas yomikudashi sōrōbun y wabun, entre otros. A esto, debemos sumarle las variantes orales de cada región. El kanbun había contado con el prestigio de la civilización china pero, asediada por los países occidentales durante el siglo XIX, el antiguo imperio perdía su aire venerable como la gran cultura. Los japoneses comenzaron a mirar despectivamente a la cultura china a partir de la guerra sino-japonesa de 1894-1895, cuando las tropas del imperio insular se impusieron. 
A la par de naciones europeas como Francia y el entonces Imperio Alemán, los gobernantes japoneses y la élite académica tuvieron un vivo debate sobre la lengua y la escritura, suponiendo que un idioma codificado y homogéneo contribuiría al desarrollo del país como la gran potencia de Asia Oriental. 
Maejima Hisoka (1835-1919), traductor del shogunato y buen conocedor del inglés y el holandés, propuso el reemplazo de los kanji por el alfabeto kana, propiamente japonés. Mori Arinori -que en 1885 llegó a ser ministro de Educación- sostuvo que debía utilizarse la lengua inglesa, lo que le valió la crítica implacable durante toda su vida. En 1884, un grupo de intelectuales fundó la Sociedad Rōmaji, que sostenía el uso del alfabeto latino, al que se identificaba como una de las claves del progreso occidental. 
Con el nombramiento de Mori como ministro de Educación, se puso mayor énfasis en la ideología kokugaku como guía de la enseñanza. Esta corriente propugnaba lo estrictamente japonés y procuraba deshacerse de los elementos chinos, teniendo como objetivo la formación de una ciudadanía nipona que fuera absolutamente leal al orden imperial y la religión oficial. También cobró fuerza el movimiento genbun'itchi, que buscaba la unificación de la lengua oral con la escrita.
El personaje intelectual más interesante fue Ueda Kazutoshi, un lingüista que fue discípulo del gran Basil Hall Chamberlain -es tristemente famoso su hermano menor Houston Stewart Chamberlain, un teórico del racismo a comienzos del siglo XX- y que estudió en Leipzig. Basil Hall Chamberlain fue profesor en la Universidad de Tōkyō, un gran académico de la lengua japonesa y que legó su nutrida biblioteca de miles de volúmenes a Ueda. 
Ueda Kazutoshi fue un estudioso sistemático y prolífico de la lengua japonesa, luego funcionario, y que influyó en la adopción posterior del dialecto coloquial de las clases alta y media de la capital imperial, el llamado Tōkyōgo. Este se fue transformando, rápidamente a través del sistema educativo y la prensa, en la lengua nacional, el kokugo.
Otra figura relevante fue Yamada Yoshio, un intelectual conservador que sostuvo que el kokugo tenía un carácter espiritual que lo hacía único, el alma de la nacionalidad japonesa que ligaba a todos al Emperador. Este proceso iniciado en la era Meiji, se continuó en las eras Taishō y Shōwa.
El libro es relevante para comprender el proceso de construcción desde el poder del nacionalismo, una arquitectura de símbolos que despiertan sentimientos artificialmente creados desde un laboratorio de ingeniería social, puesto que no brotaron espontáneamente por la libre interacción entre los individuos.

Paul H. Clark, The Kokugo Revolution: Education, Identity, and Language Policy in Imperial Japan. Berkeley, Institute of Asian Studies, 2009.

lunes, 1 de julio de 2013

"The Rise and Fall of Al-Qaeda", de Fawaz Gerges.

Desde hace casi doce años, Al Qaeda se convirtió en una pesadilla espectral para Occidente. Los atentados de septiembre del 2001 contra varios objetivos civiles y políticos, así como la secuela que le siguió en Asia y Europa, quedaron grabados y persisten, una y otra vez, en los recuerdos de millones de personas que se sintieron vulnerables a un ataque inesperado en las circunstancias más cotidianas.
Fawaz Gerges, profesor en la prestigiosa London School of Economics and Political Science y especialista en Medio Oriente, nos presenta una visión diferente sobre esta formación terrorista, desde sus inicios hasta el 2011, año que se publicó el libro.
Gerges explica que Al Qaeda fue una entidad formada en torno a su líder fundador, Osama bin Laden, hijo de un constructor millonario de origen yemení que labró su fortuna en Arabia Saudí. Él siguió los pasos de su progenitor, como empresario, a la par que se involucró en la ayuda a los mujahidin que, con base en Pakistán, lucharon contra la invasión soviética a Afganistán entre 1979 y 1989, con sostén económico, entrenamiento y obrando como nexo con Arabia Saudí. Tras la retirada soviética, Osama bin Laden volvió a su hogar como un héroe de la jihad contra el ateísmo. Su voz se alzará, crítica, contra la presencia de las tropas estadounidenses en Arabia Saudí durante la guerra del Golfo en 1990 y 1991, por lo que luego emigró a Sudán, desde donde continuó su arenga contra la familia real de los Saud. Allí tomó contacto con Ayman al Zawahiri, egipcio y seguidor de Sayyid Qutb, que defendía la necesidad de deponer al régimen instaurado por Nasser, Sadat y Mubarak en su país para restaurar lo que él consideraba un gobierno de acuerdo al Corán. Gerges señala con claridad que la propuesta de Qutb, a la que adhirió Zawahiri, se restringía al renacimiento islámico en el mundo árabe a partir del cambio de gobernantes que adherían a las ideas y costumbres provenientes de Europa y Estados Unidos, pero no significaba el ataque al Occidente. No obstante, Zawahiri se sumará en grado creciente a la visión de Osama bin Laden por una cuestión simple: financiación. Lo que Osama bin Laden fue articulando era una postura de guerra abierta contra el Occidente, para que los Estados Unidos se retiraran definitivamente del mundo musulmán en general, y de Arabia Saudí y Yemen, en particular. Esta jihad transnacional implicaba para quien fue el fundador de Al Qaeda la práctica terrorista en los países occidentales, a saber: los ataques a civiles en Estados Unidos y Europa. Suponía que esto provocaría un clamor de retirada -la suposición, tan compartida por autoritarios de distintos signos ideológicos de que los ciudadanos de las democracias son débiles y cobardes-, debilitando a los gobernantes árabes que bloqueaban la restauración del califato islámico. En Sudán fue un huésped que hizo inversiones, pero también declaraciones altisonantes que generaban entusiasmo en algunos sectores de Arabia Saudí. Finalmente, debió viajar a Afganistán junto a su familia y seguidores en 1996, poco tiempo antes de que los Taliban lograran apoderarse de Kabul. Lo acompañaron numerosos ex mujahidin árabes que habían combatido en ese escenario, y también nuevos seguidores yemeníes, del Magreb y otras latitudes. En 1998, formalmente, estableció Al Qaeda, entidad terrorista que atentó contra embajadas y embarcaciones estadounidenses. 
El régimen de los Taliban le dio refugio a bin Laden suponiendo que habría de invertir en Afganistán. Por un lado, los miembros de Al Qaeda se sumaron como combatientes en la guerra contra los afganos que resistieron a los Talibán, sobre todo a la Alianza del Norte. Por el otro, el Mullah Omar entendía que tenía un deber de hospitalidad con estos antiguos mujahidin de acuerdo al código del pashtunwali. El Mullah Omar y los Taliban tenían un desconocimiento y desinterés completo por la política internacional, pero comprendían que los llamamientos de Osama bin Laden a la jihad mundial a través de los medios de comunicación, no hacían más que perjudicar al peculiar emirato que estaban erigiendo en Afganistán. Gerges señala que hay testimonios de que el Mullah Omar hizo reiterados pedidos a Osama bin Laden para que cesara su prédica incendiaria -Thomas Barfield, en su libro ya reseñado, también indica que a los Taliban no les interesaba la jihad internacional porque tenían una visión etnocéntrica-, sugerencias que fueron desdeñadas por el líder de Al Qaeda. Y es que, en secreto -incluso con Zawahiri- fue planificando los atentados en Estados Unidos desde 1999, reclutando, entrenando y financiando a quienes ejecutarían los ataques a objetivos civiles y políticos.
Tras los atentados a las Torres Gemelas y el Pentágono, tanto Al Qaeda como Afganistán se convirtieron en el centro de atención mundial, y los Estados Unidos pudieron articular un frente internacional para la lucha contra el terrorismo. Gerges remarca que en el mundo islámico hubo una voz de rechazo hacia los atentados, porque muchos teólogos pusieron de manifiesto que el Islam se opone a la matanza de niños, mujeres, ancianos y civiles en general. Claro que el simplismo se apoderó de muchos, que aún consideran a los musulmanes como terroristas potenciales, una idea alentada por políticos y comentaristas xenófobos en Occidente. 
Los Taliban fueron fácilmente derrotados en Afganistán por las tropas de la OTAN en conjunto con la Alianza del Norte, y se estableció el gobierno provisional de Hamid Karzai. Pero los Taliban y Al Qaeda se refugiaron en la llamada Federally Administered Tribal Areas (FATA) en Pakistán, donde predominan los pashtunes. Gerges sostiene que la invasión de Estados Unidos a Irak en el 2003 le dio nueva vida a Al Qaeda, militarmente derrotada, porque parecía darle la razón al argumento de que Occidente se hallaba en guerra contra el Islam. En Irak se formó Al Qaeda bajo el liderazgo de Abu Musab al Zarqawi pero que, en los hechos, no respondió a los mandatos de Osama bin Laden, recluido en Pakistán. Zarqawi comenzó a atentar contra civiles árabes, alienándose el apoyo potencial de la población contra la presencia extranjera, que incluso colaboró con la erradicación del movimiento terrorista. La otra rama que sirvió para mantener la ficción de la extensión de Al Qaeda fue AQAP, en Yemen, liderada por Anwar al Awlaki, ultimado por un ataque aéreo de Estados Unidos en el 2011. 
A juicio del autor, Barack Obama no logró cambiar la narrativa del terrorismo creada por los neoconservadores durante la administración de George W. Bush, y quedó prisionero de la lógica de las agencias de seguridad, manteniendo su financiamiento colosal contra un enemigo pequeño, derrotado y escondido.
Fawaz Gerges sostiene que varios terroristas individuales se atribuyeron la pertenencia a Al Qaeda, identificándose con este movimiento, aun cuando no fueron entrenados ni financiados. A Bin Laden le servía para mantener la fantasía de su jihad mundial, en tanto que los organismos de seguridad, que se multiplicaron desde el 2001 en adelante, mantuvieron el discurso del peligro de esta organización para obtener financiamiento. 
Los planteos del autor deben ser tenidos en cuenta para cambiar la visión y la relación que Occidente tiene con el mundo islámico: por un lado, comprender que Al Qaeda fue derrotada, que apenas tiene un puñado de seguidores en Pakistán liderado ahora por Zawahiri, y que no representa un peligro planetario. Asimismo, que es imprescindible que Occidente contribuya a crear las condiciones de paz, prosperidad y gobierno de la ley en Medio Oriente, particularmente en las negociaciones para la creación de un Estado palestino, junto al Estado de Israel. A mi juicio, lo que sostiene en su libro sobre la "primavera árabe" es ingenuo, pero es comprensible porque fue publicado en los inicios de esos movimientos que depusieron regímenes autoritarios para, ¿establecer otras dictaduras?
El libro es útil, provocador, bien informado y documentado; necesario para refrescarnos de la óptica simplista islamófoba que abunda y hace tanto daño.

Fawaz Gerges, The Rise and Fall of Al-Qaeda. New York, Oxford University Press, 2011.