miércoles, 31 de diciembre de 2014

"Battle for the Castle", de Andrea Orzoff.

La Primera República checoslovaca, la de los años de entreguerras hasta 1938, es la historia de un país que estableció su independencia tras siglos de dominación austríaca, así como la de un experimento democrático en un escenario y un tiempo signados por el auge de los totalitarismos. Sus figuras más destacadas fueron el primer presidente, Tomaš G. Masaryk, y el ministro de Relaciones Exteriores y luego segundo presidente, Edvard Beneš. 
Andrea Orzoff irrumpe en este esquema para buscar los matices y, sobre todo, para estudiar la narrativa construida desde el Castillo -sede del primer magistrado- en torno a la figura emblemática de Masaryk como presidente-libertador. La Primera República se caracterizó por tener un presidente que actuaba como un "rey filósofo" -de hecho, Masaryk era profesor de filosofía- y sin afiliación partidaria, a la vez que el Parlamento estaba dominado por los líderes de los partidos políticos, que negociaban por fuera del recinto legislativo. No había posibilidad de independencia de los parlamentarios, ya que las bancas eran de los partidos, no de los legisladores, lo que según el fallecido politólogo Jiří Kunc se llamó "cláusula checoslovaca" en la literatura de la época. Primero fue la "Pětka" -pět es cinco en checo-, el grupo de los cinco líderes de la coalición parlamentaria, la que negociaba la aprobación de las leyes por fuera del Parlamento, que luego se fue extendiendo a los nuevos socios. 
Andrea Orzoff pone el acento en este aspecto poco democrático o, más bien, poco parlamentario de la Primera República, para matizar la idea legendaria que se ha formado en torno a ese período. En rigor, cuando se realizó la transición democrática de los años 1989-1991, evitar una nueva Pětka fue uno de los objetivos del entonces presidente Václav Havel, que era un escéptico de los partidos políticos y privilegiaba a las personalidades. De modo que en este sentido no hubo una idealización sobre el funcionamiento parlamentario y partidario en los años de entreguerras.
Considero que un valioso aporte del libro es haber arrojado luz sobre el entorno del Castillo para la promoción del régimen político checoslovaco, a través de la editorial Orbis, periódicos más o menos vinculados a la política de Masaryk -Prager Presse, enteramente financiado por el Estado, o bien diarios que eran financieramente independientes pero que simpatizaban como lo fue el histórico Lidové Noviny, el semanario Přítomnost del periodista Ferdinand Peroutka-, y el Club Social (Společenský Klub), formado al estilo de los clubes británicos para vincularse con visitantes extranjeros. El objetivo político fundamental de Masaryk y Beneš era el de demostrar a los países occidentales que la República Checoslovaca se entroncaba con las mejores tradiciones europeas de democracia, parlamentarismo, libertad y racionalismo, y para ello elaboró un discurso que propagó dentro y fuera del país. Pero esta Checoslovaquia era sólo poco más de la mitad checa: en ella vivían unos tres millones de alemanes, seguidos por las minorías eslovaca, húngara y rutena. Si bien los partidos políticos democráticos alemanes fueron incorporados a las coaliciones a partir de 1926, esto no pudo detener la tormenta que se despertó con la crisis económica de 1929 y su enorme desempleo, que volcó a sus votantes hacia las filas de los partidos nacionalistas filonazis, como el de Konrad Henlein. 
La alternativa de la república parlamentaria no fue la primera que se barajó mientras se desarrollaba la primera guerra mundial. Los sectores conservadores, reunidos en torno a Karel Kramář, acariciaron la idea de restaurar el Reino de Bohemia con un Romanov como monarca eslavo. Pero esta idea se desvaneció con la revolución rusa de 1917, y Kramář asumió como primer ministro de la novel república parlamentaria, al frente del Partido Nacional Demócrata. La narrativa elaborada por el Castillo no tenía en cuenta a quienes como Kramář se habían quedado en su patria durante la Gran Guerra, sino que giraba en torno a los exiliados y los legionarios que combatieron en Siberia y en el frente occidental contra los alemanes.
Para articular este discurso, desde el Castillo hubo relaciones fluidas con el mundo intelectual, especialmente con el gran autor de literatura fantástica y de ciencia ficción Karel Čápek, que también se desenvolvía en el periodismo, o el ya mencionado Peroutka. Pero la relación estrecha era casi exclusivamente con la intelligentsia checa, cercenándose la posibilidad de articular un patriotismo cívico y cosmopolita que hallara un espacio para la cultura eslovaca y se diferenciara netamente de las aspiraciones irredentistas magiares y de unificación alemana. Y es que, en medio de la "tormenta del mundo" -expresión de Tulio Halperín Donghi para los años de entreguerras-, había que realizar esfuerzos mayúsculos para sostener a la democracia parlamentaria, cuando todo parecía dirigirse hacia el totalitarismo. A pesar de todas las falencias de esta democracia y de su sistema de partidos, fue una isla de libertad en la que muchos perseguidos hallaron refugio por un tiempo, hasta que fue invadida por la Alemania nazi en 1939.
El libro de Andrea Orzoff, a mi juicio, tiene aciertos que sobrepasan errores de apreciación, en especial al tratar figuras de relieve intelectual como Karel Čápek y Ferdinand Peroutka, así como para hacer un contorno acertado sobre la creación de la figura legendaria de Masaryk, que tanto influyó en el modelo a seguir tras el derrumbe del comunismo en 1989.


Andrea Orzoff, Battle for the Castle. The Myth of Czechoslovakia in Europe. 1914-1948. New York, Oxford University Press, 2009. 

domingo, 28 de diciembre de 2014

"Los pasajeros del Weser", de Silvio Huberman.

Tras varios años de investigación, armando un difícil rompecabezas con pocas piezas disponibles, el reconocido periodista Silvio Huberman escribió la historia de la primera inmigración judía organizada procedente desde el Imperio de Rusia, que llegó a bordo del Weser. Eran 824 pasajeros -hombres, mujeres, niños- que salían de la asfixiante Zona de Residencia que se había impuesto en la región más occidental del imperio, tras la anexión de esos territorios al gobierno autocrático de los Zares. A los judíos de Rusia le estaban vedados muchos oficios y profesiones, así como la movilidad dentro del vasto imperio. En 1881, tras el asesinato del zar Alejandro II, se desató contra los judíos un pogrom de gran magnitud, persecución que despertó las conciencias de muchos occidentales para ayudar a esta comunidad asediada, así como motivó a cientos de miles de judíos a emigrar hacia el continente americano.
Argentina, en el imaginario decimonónico, era una tierra extraña; aún más para el habitante de las estepas eslavas. Por mandato constitucional y por genuina intención de los sucesivos gobernantes argentinos durante la segunda mitad del siglo XIX, se procuró atraer a las latitudes sudamericanas a inmigrantes europeos, rodeándolos de garantías, reconociendo sus libertades fundamentales y ayudándolos a costear los pasajes. Hubo intensos debates parlamentarios sobre la inmigración espontánea u organizada, llegando a ganar la segunda postura por una cuestión práctica: otras naciones lo estaban haciendo. Es que Argentina era un país de escasos pobladores: no nos referimos a las tierras incorporadas en las campañas militares dirigidas por el general Roca, sino a provincias feraces como Santa Fe, Entre Ríos y Buenos Aires. 
Alentados por la idea del progreso que marcó esa centuria, se trazaron redes ferroviarias, líneas telegráficas, se levantaron pueblos y se estableció un marco normativo signado por la secularización.
En este escenario tuvo lugar la llegada de ese primer contingente de inmigrantes judíos en 1889 que, con dolores y pesares, y tras ser víctimas de fraudes por el camino, lograron asentarse en la colonia Moisés Ville. Sufrieron la muerte de decenas de sus niños al llegar; batallaron con sus brazos contra la langosta y el granizo, implacables enemigos del agricultor; debieron adaptarse y aprender la vida en el campo argentino a pura obstinación. El trazado de la colonia respondía a las necesidades defensivas contra los pogroms, tan frecuentes eran estos ataques contra las comunidades judías en la Rusia de Alejandro III. Algo similar ocurrió con los inmigrantes alemanes del Volga, también asentados en la provincia de Entre Ríos, que hacían viviendas semi enterradas, recuerdo de cuando debían protegerse de los ataques de kazajos en las fronteras con Asia Central. Si bien hubo algunos episodios lamentables, Silvio Huberman sostiene que fueron delitos comunes que no estuvieron inspirados por razones religiosas o políticas.
Tras ellos, llegaron otros contingentes con la ayuda de ese gran filántropo que fue el Barón Maurice de Hirsch y su Jewish Colonization Association, instalándose en provincias que hoy son fértiles y abundantes. Uno de los jóvenes que descolló de aquellos movimientos humanos fue Enrique Dickmann, que luego hizo sus estudios secundarios, se graduó de médico y se destacó como diputado del Partido Socialista.
El libro demuele, sin buscarlo, algunos prejuicios antijudíos de entonces y de ahora: el primero, el de que todos los judíos son ricos. La lectura de estas páginas frescas, tan bien escritas como documentadas, servirá para aventar tamaño disparate. El segundo, que los judíos no son aptos para el trabajo agrícola: allí están, como testimonio elocuente, las colonias que levantaron y la producción que incorporaron a la geografía argentina, como el girasol. No faltó, en ciertos círculos del nacionalismo antisemita argentino, quien llegara a negar la existencia de estas colonias agrícolas. Lo cierto es que muchos de sus descendientes migraron hacia las ciudades en busca de movilidad social ascendente, destacándose en las ciencias, las artes y el periodismo, de quienes el autor trazó una semblanza en los capítulos finales. 
Silvio Huberman nos deleita con su maestría en el uso de la palabra hablada y escrita, despliega el itinerario vital de esos inmigrantes, traza los contornos personales y nos ubica acertadamente en el tiempo y el espacio para comprender, un poco más, cómo fue el pretérito de los argentinos.


Silvio Huberman, Los pasajeros del Weser. Buenos Aires, Sudamericana, 2014.