martes, 27 de febrero de 2018

"The Holocaust: History and Memory", de Jeremy Black.

El autor ha desarrollado la tarea difícil y abrumadora de escribir una historia del Holocausto, o Shoá: han pasado decenios  y aún el abismo del horror sobrepasa toda nuestra capacidad de comprensión. Porque se trata de una historia de nuestra especie humana, que nos interpela sobre nuestra capacidad de transformar al otro en una cosa que puede ser aniquilada fríamente.
La deshumanización de los judíos no comenzó con el nazismo, pero fue esta ideología racista la que sistematizó un conjunto de ideas en una política que llevó adelante desde el poder, en un continente que fue pasivo las más de las veces, o bastante activo en algunos de sus componentes más allá de las fronteras de Alemania. 
El antisemitismo fue uno de los dos vectores de la ideología nacionalsocialista: fue esencial para el régimen nazi la persecución y expulsión, en su primera etapa, y luego el asesinato masivo y el exterminio sistemático de los judíos, ya a partir de la invasión a la URSS hasta sus últimos días. El objetivo de "purificar" la raza nórdica hizo que la eliminación de los judíos fuera el rasgo que determinó a toda la política nazi, la obsesión patológica de Hitler. Fue un antisemitismo de nuevo cuño: el antiguo, que era de carácter religioso, tenía la salida de la conversión. Pero el nuevo antisemitismo, con toda su apariencia de "científico", era estrictamente biológico y ante ello no había posibilidad de huir del laberinto. Esto desembocó, inevitablemente, 
en los campos de exterminio.
Ahora bien, el autor se interroga en torno a la cooperación brindada por el ejército alemán (Wehrmacht), los alemanes de a pie, y también la de los países aliados al Eje o los gobiernos que colaboraron con los invasores. Si bien hubo diferencias notables, hubo regímenes como el de los Ustasha en Croacia, Vichy en Francia y el del mariscal Antonescu en Rumania que pusieron en marcha mecanismos de deportación y crimen con un celo que asombraba a la propia SS. Algunos regímenes, como el de Croacia, Eslovaquia y Francia, que lo hicieron en nombre de la cristiandad. Otros, en cambio, colaboraron desde el nacionalismo más estrecho. Pero esta aquiescencia, a veces con la acción espontánea de muchos en los países bálticos o Ucrania, puso en evidencia el arraigo profundo del prejuicio contra los judíos a lo largo y ancho del continente europeo.
Jeremy Black, autor prolífico, desarrolla las distintas etapas de la Shoá. Quizás lo más interesante del libro, lo que provoca al lector, lo que sale a interpelar nuestras conciencias, son los capítulos finales, cuando narra los juicios y, sobe todo, cómo se actuó en Europa al finalizar la guerra mundial. En términos numéricos, fueron muy pocos los responsables que fueron juzgados. El inicio de la guerra fría cambió el debate político, y los nazis y colaboracionistas de ayer se transformaron en profesionales, académicos y funcionarios, de uno y otro lado de la cortina de hierro. El antisemitismo no había desaparecido, los viejos prejuicios y odios siguieron allí, latentes. 
Si bien el discurso genético se fue desvaneciendo, permanece la idea de la "conspiración" y la manipulación desde las sombras. El viejo antijudaísmo se transformó en el antisionismo, es decir, la crítica despiadada a la legitimidad del Estado de Israel. Esto despertó la adhesión de grandes segmentos de la población árabe y musulmana en general, y en 1967 se plegó gran parte de la izquierda europea que, sin sorpresas, mucha terminó recalando en los años noventa en formaciones ultranacionalistas. 
¿Cómo enseñar qué fue la Shoá, cómo ubicar este genocidio con toda su singularidad en la historia europea del siglo XX? Episodio sombrío en el pretérito reciente de muchos países que, después, también padecieron decenios de regímenes totalitarios de otro signo. ¿Cómo evitar la relativización y la comparación vulgar para la tribuna política, de lo que fue un proceso sistemático de exterminio? ¿Y cómo, también, rebatir los argumentos falaces de quienes están en el campo del negacionismo, muchas veces disfrazados de historiadores (David Irving) o que ocupan puestos relevantes de gobierno (Ahmadinejad)? La Shoá no es un hecho lejano del pasado, sino un interrogante del presente, que nos sacude y estremece.


Jeremy Black, The Holocaust: History and Memory. Bloomington, Indiana University Press, 2016.

jueves, 22 de febrero de 2018

"Stolen Words: The Nazi Plunder of Jewish Books", de Mark Glickman.

Los libros son parte esencial de la milenaria cultura judía, ya sea los de carácter religioso como aquellos más vinculados a la vida de la comunidad. La dedicación al estudio ha sido, durante siglos, uno de los rasgos característicos del judaísmo, un hábito disciplinado que sirvió como herramienta de ascenso social durante la modernidad. Los libros como el Talmud fueron prohibidos en gran parte de la cristiandad, con la quema de volúmenes o bien con la censura de párrafos enteros. 
Los nazis, que nacieron y se desarrollaron en un país de gran cultura como Alemania, eran plenamente concientes del valor del libro como instrumento para pensar. Ya en 1929, los periódicos nazis como Völkischer Beobachter o Der Angriff salieron a combatir en sus páginas a los autores "antialemanes", y las hordas partidarias acosaban a autores como Thomas Mann. Hicieron listas negras de autores que debían prohibirse, con abundancia de escritores judíos, acusándolos de "bolchevismo cultural". 
Mark Glickman señala que en 1933 había dos agrupaciones de estudiantes que compitieron ferozmente por demostrar cuál era la más antisemita, y así ganarse el aprecio de las autoridades: la Deutsche Studentenschaft (DS) y la Nationalsozialistiche Deutsche Studentenbund (NDS). En mayo de 1933 se lanzaron a desvalijar librerías y bibliotecas, y luego organizaron las fogatas de libros en varias ciudades y pueblos, incluyendo universidades. A estos actos concurrían grandes multitudes, deseosas de observar cómo las llamas consumían el papel impreso. Esta campaña, sin embargo, levantó una gran ola de críticas fuera de Alemania, y los nazis utilizaron métodos más sutiles para la destrucción de la cultura judía. 
En 1936, con los juegos olímpicos en Berlín, el gobierno se preocupó por ocultar el verdadero rostro y evitó las proclamas antisemitas, pretendiendo mostrarse como civilizado y respetuoso. 
Una figura clave para el nacionalsocialismo fue Alfred Rosenberg, a quien el autor le presta especial atención. Nacido y educado en Estonia, se graduó en arquitecto y se fue a vivir a Alemania, cuando comenzaba la revolución bolchevique. Tomó contacto con Dietrich Eckart y se integró a la Sociedad Thule, embrión de lo que luego fue el partido nacionasocialista NSDAP. Adolf Hitler se integró después al minúsculo partido, entonces uno más de la corriente völkisch. Rosenberg era una persona instruida y le dio un sello intelectual al nazismo, que necesitaba presentar una argumentación articulada para llegar a otros sectores. Y si bien no formó parte del círculo más íntimo de Hitler, él tenía buena consideración de Rosenberg. Probablemente se sintiera intimidado con su vasta cultura. Ocupó cargos clave en la jerarquía, como ministro de los territorios ocupados en el Este europeo, o supervisando el mundo intelectual del nazismo. Por ejemplo, el Institut für Erforschung der Judenfrage (Instituto para la Investigación de la Cuestión Judía). Los aproximadamente 350.000 volúmenes de la colección de libros judíos de la Biblioteca municipal de Frankfurt, en gran parte donada por la familia Rothschild, fue a parar al IEJ, a los que luego se le sumaron bibliotecas y archivos saqueados en los Países Bajos y Francia, como la biblioteca de la Alliance Israelite Universelle. Para ir a estos lugares, Hitler autorizó la creación de un grupo llamado Einsatzstab Reichsleiter Rosenberg, ERR (Equipo de trabajo del Reichsleiter Rosenberg). No obstante, también Heinrich Himmler, al mando de la SS, estaba interesado en robar libros judíos. La biblioteca reunida por la SS tenía ejemplares robados en la Kristallnacht en Alemania, y en la invasiones a Checoslovaquia y Polonia. Por consiguiente, desde dos 
agencias diferentes hubo saqueo de libros. 
Inevitable y paradojalmente, el IEJ de Rosenberg debió contar con judíos que lo ayudaran en las tareas de catalogación; de ellos, sólo dos sobrevivieron a la Shoá. Los millones de libros saqueados por la ERR fueron enviados a un castillo en Hungen, en las afueras de Frankfurt. Los libros masónicos fueron acumulados en Hinzerhain. También se depositaron libros en Ratibor, en la antigua Silesia alemana, y se distribuyeron en distintos sitios en esa región, provenientes de los territorios invadidos en el Este.
Pero también hubo resistencia a entregar los libros: hubo circulación clandestina en los ghettos. En Terezín, el campo de concentración en el llamado "Protectorado de Bohemia y Moravia", muchos judíos tomaron contacto con su propia cultura a través de los pocos textos que había allí. Como era una población calificada, asimilada y cosmopolita, no había prestado atención a la propia tradición. En esa situación límite, muchos judíos retornaron a las fuentes, lejos de renegar de su condición. Pero incluso en comunidades religiosas del Este, ya Simon Dubnow había hallado escaso interés por el propio pasado e impulsó la creación de archivos. En 1925, en Vilna/Vilnius se creó el YIVO, Yidischer Visnshaftlekher Institut (Instituto Científico Idish), con cientos de miles de ejemplares y documentos. Su consejo asesor había estado integrado por personalidades como Dubnow, Einstein y Freud. En esa ciudad también se hallaba la Biblioteca Strashun, 
con cuarenta mil libros. 
Cuando los alemanes invadieron Vilna/Vilnius (entonces parte de Polonia), la ERR se encontró con millones de libros y documentos concentrados en bibliotecas, museos y sinagogas. Para la clasificación, debieron recurrir a bibliotecarios y académicos judíos. El propósito era enviar el 30% más valioso a Frankfurt, en tanto que el 70% restante se reciclaría como papel. Por supuesto que los bibliotecarios y académicos lograron salvar textos muy valiosos, que escondían en los altillos, sótanos o rincones. Se creó, entonces, la "brigada del papel": muchos textos los clasificaban para la destrucción, algunos valiosos para la ERR, y los de mayor significación se escondían para ser salvados de los dos destinos fatales. Cuando los guardias los descubrían, eran golpeados y amenazados de represalias aún peores.

Mark Glickman señala que en una oportunidad, uno de los académicos pidió permiso para llevar papeles sin valor y ser usados para prender el horno de su casa, en el ghetto. Obtuvo el visto bueno y llevó manuscritos del Gaón de Vilna, cartas de Tolstoi y dibujos de Marc Chagall. Por supuesto que el destino de esos documentos no fue el de encender una fogata. 
Cuando la ciudad fue liberada de los invasores, los sobrevivientes se preocuparon por salvar los libros y documentos que no habían sido destruidos por bombardeos e incendios. Y lo hicieron con prisa, ya que sospechaban que los soviéticos podrían continuar con la labor destructiva. Uno de ellos, Shmerke Kaczerginski, que había formado parte de la "brigada del papel" y luego logró escapar del ghetto y se unió a los partisanos, tras la guerra emigró a Argentina. Kaczerginski y Abraham Sutzkever lograron contrabandear una importante cantidad de libros hacia el YIVO en Estados Unidos. Los soviéticos, por su lado, ordenaron al Dr. Antanas Ulpis a que destruyera los libros encontrados. Ulpis desobedeció en silencio y logró esconder los textos en una cámara subterránea, que fue descubierta en 1988. En ese año fueron 
enviados al YIVO en New York. 
Para salvaguardar y restituir el patrimonio cultural que había sido robado, el presidente Roosevelt creó una comisión encabezada por el juez Owen Roberts. En Offenbach am Main, en las afueras de Frankfurt, se estableció el depósito de los libros saqueados para devolverlos a las bibliotecas. El operativo estuvo a cargo del capitán y archivista estadounidense Seymour Pomrenze, y del bibliotecario Leslie Poste. Aproximadamente tres millones de libros pasaron por este centro, formalmente llamado Offenbach Archival Depot (OAD). La Universidad Hebrea de Jerusalem envió a Gershom Scholem para investigar los libros y manuscritos en Offenbach. Él participó con otros miembros de la universidad en el contrabando de ejemplares hacia Jerusalem, e incluso llegaron a planear incorporar algunos textos en la biblioteca personal que Chaim Weizman estaba enviando en ese momento desde Amberes. Por iniciativa de académicos como Salo Baron, Cecil Roth y Judah Magnes, se conformó la comisión de Jewish Cultural Reconstruction (JCR), dedicada específicamente al destino que se le iba a dar a los libros robados. Simultáneamente, se había creado la Jewish Restitution Successor Organization (JRSO), que se encargaba de todos los bienes saqueados, de modo que formalmente la JCR quedaba bajo su órbita, pero en la práctica fue un órgano autónomo. La gran duda era a quién entregar los libros, ya que muchos de sus antiguos dueños habían sido asesinados. La solución fue que el 40% de los textos y documentos serían enviados a la Universidad Hebrea de Jerusalem, el 40% a los Estados Unidos, y el 20% restante a las comunidades en Gran Bretaña y Sudáfrica. Lo que significaba que en Europa continental quedaría escasa cantidad de libros judíos, pero la devastación no permitía otra perspectiva. En mayo de 1948 se terminó de vaciar el depósito en Offenbach, pero había otros en el resto del continente. Para el siguiente período de la JCR, la persona clave fue la intelectual Hannah Arendt, quien había sido alumna de Salo Baron y su protegida al arribar a los Estados Unidos. Por su iniciativa, y para que se tuviera plena conciencia del itinerario que habían tenido esos ejemplares para que llegara a las manos del lector, se colocó un sticker con el símbolo de la JCR.
El nazismo no sólo intentó exterminar físicamente a los judíos de Europa -y, en el largo plazo, del planeta-, sino también apropiarse de toda la cultura que desarrollaron durante milenios y que dejaron plasmada en libros en diferentes lenguas: hebreo, idish, ladino e idiomas de varias nacionalidades. Una cultura vibrante, viva, que no se conformaba y que siempre estuvo atenta a los grandes problemas existenciales. 
Un libro impecable, bien escrito y documentado, que refleja un costado de una de las tragedias más salvajes de la historia humana.


Mark Glickman, Stolen Words: The Nazi Plunder of Jewish Books. Lincoln, University of Nebraska Press, 2016.

lunes, 19 de febrero de 2018

"Racial Science in Hitler's New Europe, 1938-1945", de Anton Weiss-Bendt et al.

Durante el siglo XIX, con el auge de la ciencia biológica, comenzaron a desarrollarse las teorías que pretendían dar soporte al racismo. Este sentimiento discriminatorio no era nuevo, pero sí lo era su argumentación "científica". Fue el nacimiento de la eugenesia: así como se cruzaban ciertos individuos de especies animales, para arribar a una camada con las características deseadas, lo mismo podría hacerse con los seres humanos. Para ello, debían descartarse aquellos individuos portadores de características alejadas del modelo ideal, mediante su esterilización o eutanasia. Las ideologías racistas se sustentan en la convicción de que los rasgos físicos, la capacidad mental y la conducta están determinados biológicamente, por lo que deben evitarse las mezclas entre las razas "superiores" y las "inferiores", estableciendo una rígida jerarquía en cuya cúspide se hallaban los "arios" o "nórdicos". La eugenesia se desarrolló en tiempos del colonialismo europeo, aunque también se difundió en el continente americano. Inspiró legislación que buscó poner barreras a las corrientes migratorias en Estados Unidos y Australia.
Partiendo de darwinistas sociales como Ernst Haeckel, Wilhelm Schallmayer y Alfred Ploetz, antropólogos como Hans Friedrich Karl Günther (1891-1968) escribió sobre la jerarquía racial, colocando a los nórdicos en la cima. Los eugenecistas de diferentes universidades del mundo se hallaban reunidos en la International Federation of Eugenic Organizations, tenían publicaciones académicas y realizaban congresos internacionales. De estos círculos académicos fueron reclutados varios miembros de la SS, que puso en marcha los planes de limpieza étnica y exterminio en Europa Oriental. El territorio polaco, invadido en 1939, fue el espacio en donde comenzaron a aplicar la concepción de segregación racial, expulsión de la población y reclusión en ghettos de los judíos, política que estuvo a cargo de Heinrich Himmler. 
Para ocupar el Este europeo con germanos, se estudió a los nuevos pobladores y se los clasificó en cuatro grupos de acuerdo al grado de "pureza", con análisis de craneometría y rasgos. Los grupos I y II eran aceptados, los del III ("aptos para la regermanización") eran enviados a Alemania como trabajadores en las fábricas, en tanto que los del grupo IV eran considerados "racialmente inadecuados", y debían ser deportados. Cientos de miles de polacos fueron expulsados de sus hogares, llevando consigo unas pocas pertenencias, dejando atrás sus propiedades. Los judíos no eran examinados de acuerdo a estos parámetros, sino que eran directamente recluidos en los ghettos. 
Esta ingeniería social era también aplicada con los "arios": la lógica de la eugenesia llegaba a planificar los matrimonios y, en un contexto de guerra, también debía contemplar la reproducción de los miembros de la SS, que se concebían a sí mismos como una "élite biológica". Se consideraban la "vanguardia racial" de la Volksgemeinschaft germana. Para contraer matrimonio y tener descendencia numerosa, los miembros de la SS y sus mujeres debían pasar por varios exámenes médicos. Con el ingreso de Alemania en la guerra, las exigencias debieron relajarse y se buscó que cada SS tuviera, al menos, un hijo antes de caer en batalla. 
Se trazaron los árboles genealógicos y se dio de baja a los miembros de la SS que tuvieran patologías hereditarias. En este sentido, se esperaba que tuvieran por lo menos cuatro hijos. De allí que Himmler tuviera en cuenta que, durante la guerra, los SS pudieran tener descendencia y volvían a sus hogares para cumplir con sus obligaciones reproductivas. No era una decisión individual, sino un deber comunitario por encima del deseo personal. También las mujeres podían visitar a sus esposos al frente de guerra, tras un examen ginecológico que estableciera las fechas de fecundidad. Las viudas y huérfanos (legítimos e ilegítimos) de los SS habrían de recibir la protección económica y educación. 
Para ocupar el "espacio vital" (Lebensraum) de acuerdo al Generalplan Ost, no sólo debían ser eliminados los judíos de los países bálticos, Rusia europea, Ucrania y Bielorrusia, sino también unos treinta millones de eslavos. Los sobrevivientes serían sometidos a una vida de semiesclavitud al servicio de los germanos. Para este repoblamiento se hizo propaganda entre holandeses y noruegos, ambos países invadidos en 1940, pero que eran considerados como germánicos. Los autores señalan que las ideas de la eugenesia eran rechazadas en gran medida en los Países Bajos, en contraste con lo que ocurría contemporáneamente en Alemania. 
Aproximadamente unos cinco mil "pioneros" holandeses se establecieron en Ucrania, Bielorrusia y los países bálticos entre 1941 y 1944. Se entendía que los Países Bajos estaban sobrepoblados, por lo que muchos campesinos habrían de necesitar tierras en el Este europeo. Como, además, la concepción del imperio germánico se fundaba en una población mayormente rural -las ciudades eran sitios de perdición-, el plan de repoblamiento con holandeses era congruente con lo buscado. Alfred Rosenberg, ministro de los territorios ocupados en el Este, autorizó a la Nederlandsche Oost Compagnie a iniciar los estudios para poblar con holandeses, y bajo su esfera se establecieron allí esos miles de trabajadores. Mientras en los Países Bajos se lograron reclutar unos 30 mil hombres para combatir en el frente oriental, y unos diez mil entre los flamencos de Bélgica, sólo unos cinco mil se enlistaron en Noruega.
En la ideología nacionalsocialista, los noruegos se hallaban por encima de los alemanes en cuanto a pureza racial: los escandinavos se hallaban en porcentajes del 70 u 80%, en tanto que los alemanes en 50 o 60%. Para Günther, esto se debía al relativo aislamiento de los noruegos y suecos en comparación con Alemania. El espíritu vikingo habría de resurgir apenas tuvieran la oportunidad de conquistar a otro pueblo... De esta idea participó Richard Walter Darré, nacido en Argentina y que en su infancia fue enviado a vivir a Alemania, en 1933 asumió como ministro de Agricultura del Tercer Reich y director de la Oficina de Raza y Reasentamiento (Rasse und Siedlunghauptamt, RuSHA). Darré quería que hombres alemanes se casaran con mujeres noruegas, a fin de mejorar la descendencia germana. 
A instancias de Darré, se inició el reclutamiento de escandinavos para la SS: los dos primeros inscriptos estaban lejos del paradigma de la raza superior: uno tenía sobrepeso, el otro pie plano, y ambos tenían problemas con el alcohol. 
En la fantasía ideológica de Günther y Darré, los noruegos acudirían a poblar Rusia y Ucrania tal como lo habían hecho sus antepasados, por lo que sería un retorno al hogar. Aseveraban que estos modernos "vikingos" serían los más aptos para asentarse en las fronteras del Lebensraum, ya que su espíritu aguerrido habría de contener a las "hordas asiáticas". Más allá del escaso eco que tuvo el nacionalsocialismo en Noruega, eran tratados con el máximo respeto por la SS debido a su "pureza racial", y cientos de jóvenes recibieron educación en la región del Wartheland, en la Polonia invadida y anexada. En la cosmovisión racista de la SS, primaba la idea del Blutsgemeinschaft, la "comunidad de sangre".
A pesar de los esfuerzos de la propaganda nazi, los daneses, noruegos, holandeses y belgas los seguían observando como una fuerza invasora. La minoría alemana del Schleswig septentrional, que reclamaba su retorno al Reich, descubrió que esto no formaba parte de la agenda de Hitler, al contrario de lo que había ocurrido con las minorías en Checoslovaquia y Polonia. Y es que la concepción de una comunidad racial nórdica impulsaba a no entrometerse en nuevas fronteras, sino en ganarse el apoyo de los escandinavos. Así, se creó la SS Wiking, compuesta por daneses y noruegos, y tanto Hitler como Rosenberg emplearon la expresión de "comunidad de destino" (Schicksalsgemeinschaft) para referirse a la idea de un imperio germánico que comprendiera a todas esas naciones. Esto provocó una situación incómoda con el pequeño partido nazi de la minoría alemana en Dinamarca, aunque debieron someterse a los dictados de Berlín. 
En la Italia fascista, la gran aliada de la Alemania nazi en Europa, las teorías de la eugenesia eran bastante marginales por la presencia de la Iglesia Católica Romana. El fascismo fue bastante ambiguo con respecto al racismo del nacionalsocialismo y aún hoy es motivo de debate académico. Sin embargo, hay coincidencia en que la guerra de conquista de Etiopía acercó a Mussolini con Hitler. Pero mucho antes de ese conflicto en África, Mussolini tenía como director de las publicaciones Il Tevere y Quadrivio a Telesio Interlandi, un propagandista del antisemitismo y las teorías conspirativas. Fue él quien impulsó a Giulio Cogni, un seguidor de Günther y las teorías eugenésicas. En 1938, tras la visita de Hitler a Italia, Mussolini estableció leyes raciales antisemitas que apartaron a los judíos de la función pública y las fuerzas armadas. Interlandi se convirtió en director del bisemanario La Difesa della Razza (La defensa de la raza), subsidiada por el Estado italiano. Pero la corriente predominante en la antropología italiana era la que sostenía la tesis de la raza mediterránea, diferente a la aria.
Otros miembros del Eje también se sumaron a la ideología racista, cada uno aplicándolo de un modo elástico a su propia conveniencia. Los gobiernos de ultraderecha en Rumania, Hungría y Croacia, así como los letones y estonios colaboracionistas, se las ingeniaron para hacer grandes acrobacias argumentales. El nazismo los precisaba como aliados y todos ellos compartieron su antisemitismo y rechazo a los gitanos, pero elaboraron variantes locales. Los croatas agregaron a los serbios a la lista de los rechazados; los rumanos y los magiares se miraron con suspicacias; en tanto que los estonios y letones fueron además antirrusos. Movimientos inspirados en el fascismo como la Guardia de Hierro de Codreanu, y la Ustasha croata, pusieron un gran empeño en un antisemitismo que solía superar al de la SS. Pero también inventaron, como fue el caso de la Ustasha, la categoría de "arios honoríficos" para salvar la situación de unos pocos de sus miembros que tenían orígenes judíos. 
Toda la ingeniería social del nazismo apuntaba al exterminio de millones de personas a las que en su taxonomía racista ubicaban como "indeseables" o "infrahumanos". Pero a pesar de todos sus intentos por justificarse, es claro que eran concientes de cometer un asesinato en masa: no se atrevieron a decirlo abiertamente, ni siquiera en la Conferencia de Wannsee, ni tampoco Hitler dejaba órdenes por escrito, siendo todas de carácter verbal. Como todo colectivismo, se impuso una visión rígida, estrecha, miserable y aborrecible de la existencia humana.

Anton Weiss-Bendt, Rory Yeomans et al., Racial Science in Hitler's New Europe, 1938-1945. Lincoln, University of Nebraska Press, 2013. 

sábado, 17 de febrero de 2018

"Hot Books in the Cold War", de Alfred Reisch.

Con la imposición de regímenes socialistas en Europa central y oriental, tras la "cortina de hierro", las democracias de Occidente buscaron formas de hacer llegar información a través de folletos y libros, horadando la rígida censura. La guerra fría fue un enfrentamiento en todos los terrenos, no sólo político y militar, sino que fundaba en el campo de las ideas y se extendía hacia las artes, los deportes, la ciencia y el entretenimiento. 
En esa gélida pugna los libros tuvieron un lugar central, pero ¿cómo hacerlos llegar a destino, sin que cayeran en manos de los censores? Desde la CIA se utilizaron métodos de distribución de folletos a la población general, enviando globos a Checoslovaquia, Polonia y Hungría, con material traducido a las lenguas locales. Fueron las operaciones Prospero (1953) y Veto (1954) para Checoslovaquia, a donde fueron enviados unos cincuenta millones de folletos; Operación Focus para Hungría, en 1953-54, unos dieciséis millones; y Operación Spotlight, en Polonia, en 1955, con apenas 260 mil. Los aviones checos derribaban en el aire a estos globos, y se prohibía estrictamente a la población a que tomara y leyera esos textos. Los gobiernos de Europa Oriental y la URSS exigían el cese de envío de estos materiales a sus pares de Estados Unidos y la República Federal Alemana -desde donde se lanzaban-. De la impresión se encargaba Free Europe Press, ubicada en Munich y financiada por Estados Unidos, con el objetivo de que su producción bibliográfica fuera 
un ariete mental contra el totalitarismo.
Globos lanzados desde Alemania hacia Europa Oriental
Pero el programa se orientó, luego, al envío de libros a personas que pudieran influir en el desarrollo futuro de los acontecimientos, extendiendo el área a Rumania y Bulgaria. Estos textos se enviaban desde diferentes puntos de Europa, incluso países neutrales como Suiza y Suecia, para escapar a la suspicacia de los servicios de inteligencia, con remitentes falsos y aparentemente inocentes. Se enviaban libros sobre la vida en Occidente, de otras corrientes del marxismo -Rosa Luxemburgo, Jean Paul Sartre, Milovan Djilas-, autores no marxistas como Raymond Aron, André Malraux, Hannah Arendt, Isaiah Berlin, Ionesco, Pasternak y Czesław Miłosz, clásicos como 1984 de George Orwell -cuya crítica era, precisamente, al stalinismo- o bien el célebre informe de Nikita Jruschov sobre los crímenes cometidos por Stalin. 
Se buscaba crear fisuras, dudas y disidencias en las élites de Europa oriental, apuntando a académicos y políticos. También se les enviaba información sobre las novedades en los terrenos del arte, la filosofía, arquitectura, tecnología y ciencias, cuestiones vedadas por los estrictos criterios oficiales del marxismo-leninismo. En la atmósfera estéril que impregnaba al socialismo real, faltaba el pensamiento humanista que tan vigorosamente había recorrido durante siglos a toda Europa, y del que habían sido protagonistas grandes intelectuales polacos, checos, húngaros... Ese espíritu humanista que había caracterizado los años de Masaryk y Beneš durante la Primera República Checoslovaca, estaba clausurado y se mantenía oculto por su carácter "burgués". El zhdanovismo, ese stalinismo brutal que impuso su sello en la cultura, estaba embruteciendo a quienes ostentaban títulos académicos.
Cuando en los años sesenta se dio a conocer que Free Europe Press y Radio Free Europe estaban siendo financiados por la CIA desde los inicios, el programa de libros fue transferido a entidades ficticias como la International Advisory Council, que después se fusionó con Radio Liberty. Cambió, entonces, el nombre por International Literary Center. Ambas entidades fueron dirigidas por George Minden -nacido en Rumania, educado en Cambridge y que años después obtuvo la ciudadanía estadounidense- hasta 1991. El autor, Alfred Reisch, fue parte de este proyecto, por lo que en las páginas hay colorido, humanidad, intensidad y nostalgia.
Los libros eran enviados a instituciones académicas, bibliotecas y personalidades de la cultura y la ciencia: entre ellos, el dramaturgo Václav Havel y el cardenal polaco Karół Wojtiła... La recepción de los envíos dependía en gran medida de la censura de los regímenes socialistas pero que, a su vez, los libros incautados llegaban a circular en el mercado negro. El impacto de cada libro se multiplicaba, ya que los lectores los prestaban y hacían circular en sus círculos, y algunos llegaban a ser reseñados en revistas literarias. Los partidos comunistas hacían frecuentes campañas advirtiendo sobre los libros extranjeros "hostiles" y las "cartas subversivas" que podían llegar, solicitando a la población que las entregara. Los correos y censores participaron en este rol de impedir el acceso a la literatura externa, aunque esto variaba en cada país, siendo los más estrictos Rumania y los tres países bálticos, que formaban parte de la URSS. Se estima que entre los años 50 hasta los 70, más de dos millones y medio de libros fueron enviados a Europa Oriental, ya sea por correo o a través de personas que los entregaron personalmente. De los años posteriores aún no hay datos certeros, ya que mucha documentación todavía no ha sido desclasificada. El objetivo era resquebrajar el pensamiento único impuesto por el marxismo-leninismo, y de ese modo saltar por sobre la cortina de hierro. 
El proyecto se desactivó en septiembre de 1991, cuando ya se habían celebrado elecciones libres y democráticas en Europa Oriental, y la URSS daba señales claras de su inminente descomposición.

Alfred Reisch, Hot Books in the Cold War: The CIA-Funded Secret Western Book Distribution Program behind the Iron Curtain. Budapest, Central European University Press, 2013.

lunes, 12 de febrero de 2018

"Hitler's Millennial Reich", de David Redles.

El nazismo, producto del período de entreguerras en la República Alemana de Weimar, es uno de los más claros ejemplos de religión política que hubo en el siglo XX. David Redles lo ubica como un milenarismo apocalíptico. En principio, cabe subrayar que apocalipsis no sólo significa la destrucción de un orden, sino también la emergencia de uno nuevo, completamente renovado sobre las cenizas del anterior. En este sentido, el milenarismo racista del nazismo se proponía barrer con lo existente para erigir un nuevo imperio ario que generara una raza purificada. 
El nazismo no sólo nació de las vertientes nacionalistas völkisch que tanto proliferaron tras la derrota en la primera guerra mundial, sino también hunde sus raíces en corrientes ocultistas que se nutrían de la llamada "ariosofía", corriente creada por dos vieneses: Guido von List y Lanz von Liebenfels. Combinaron el darwinismo social, la teosofía, la eugenesia y sus ensueños de un pasado mítico ario, para sostener que se aproximaba un apocalipsis racial, del cual podían lograr la salvación de los nórdicos. Para evitar la destrucción de su raza, debían no sólo detener la mezcla con otros grupos étnicos, sino también aplicar estrictas medidas de eugenesia. De este modo, volverían a alcanzar la categoría de semidioses del pasado y salvar al mundo. Inspirado por la ariosofía, Rudolf von Sebottendorff creó en 1918 la Sociedad Thule, que se propuso combatir a la supuesta conspiración judeobolchevique. Fundadores del Partido Nacional Socialista Obrero Alemán, muchos fueron apartados por Hitler, pero el NSDAP siguió teniendo a muchos seguidores de la Sociedad Thule (Thule Gesellschaft) en su seno, como Alfred Rosenberg, Dietrich Eckart, Hans Frank y Rudolf Hess. De esta Sociedad también salió gran parte de la simbología nazi, como el uso de la svástica, de orígenes antiquísimos. Convencidos de la veracidad de los Protocolos de los Sabios de Sión -en rigor, un texto falso redactado varios años antes por la policía secreta zarista, la Ojrana-, hallaron al enemigo racial al cual arrojar la culpa de todos los males que acechaba a la 
Alemania derrotada en la Gran Guerra. 
La atmósfera enrarecida de la República de Weimar fue el humus en el que germinaron rápidamente las ideas del racismo. Alemania, derrotada en la Gran Guerra, salió humillada en el Tratado de Versalles: perdió territorio, sus colonias, su ejército y Armada se redujeron a niveles mínimos, y se impusieron severas indemnizaciones por el conflicto bélico. Las vertientes nacionalistas culpabilizaron de esta situación a una conspiración judía junto a los bolcheviques, masones y capitalistas de Occidente. Con la hiperinflación de 1922-1923 y luego la crisis financiera mundial de 1929 en adelante, muchos alemanes se arrojaron a las promesas de salvación del nazismo, que les proponía un futuro brillante y orgulloso. Weimar simbolizaba todo lo "antialemán": su cultura moderna, cosmopolitismo, democracia parlamentaria, el nuevo rol de la mujer. El jazz era uno de los síntomas de esa "descomposición" que no era azarosa, sino planificada... 
Hitler se veía a sí mismo como un profeta y mesías que habría de salvar a los arios del cataclismo racial: el enfrentamiento con los judíos era concebido por los nazis como una guerra escatológica, en el que habría de prevalecer uno u otro en forma definitiva. Era un Armageddón cósmico entre la luz y las sombras. Aseveraba que los judíos habían sido creados de otra fuente, por otro dios, siendo un ser contrario a la naturaleza. Eran los arios, según Hitler, el auténtico pueblo de Dios, en tanto que los judíos 
eran hijos de Satanás. 
Para sus seguidores, la pertenencia al partido nazi y a sus milicias les otorgaba una misión de salvación de la humanidad, un rol protagónico en el amanecer de una nueva era. Los nazis se concebían a sí mismos como portadores de una misión redentora, y Hitler invocaba la necesidad de una conversión interna para llevar adelante esa tarea. Sólo en el espíritu de comunidad racial se alcanzaría la fraternidad entre pares, un auténtico paraíso en este mundo. De allí la necesidad de llevar esa conversión profunda, esa mutación interior, a los niños, que no sólo serían los herederos de su utopía racial, sino además que serían los portadores y custodios del nuevo orden mundial. En tanto se sentían portadores de una fe y una verdad absoluta, los nazis se arrojaban a un proselitismo que les daba un sentido en la vida, formando parte de una gran comunidad racial y que les daba trascendencia. Los testimonios que aporta David Redles, en cada una de sus páginas, son elocuentes del sentimiento de ser parte de una misión fundamental.
La escenografía de los actos partidarios, el mensaje, el clima de unión racial y la fe fanática de sus seguidores, creaban un clima que seducía e "iluminaba" a quienes concurrían. Aquella situación caótica y desastrosa cobraba un sentido al escuchar una visión articulada que culpabilizaba de todo a un enemigo singular, el judío; en él se generaba todo el mal, y se lo deshumanizaba y satanizaba, se lo cosificaba como un "subhumano". Por consiguiente, se buscaba legitimar la violencia contra los judíos al despojarlos de todo rasgo humano, y se abonaba el terreno para su ulterior exterminio.
Adolf Hitler estaba convencido de su rol providencial, de haber sido ungido por una fuerza sobrenatural. Lo "guiaba" una voz interior, y se sentía invencible. Era esa fuerza interior la que dejaba traslucir en su oratoria, como si fuera un médium que liberaba su inconsciente. Lo cierto es que, más allá su patología psiquiátrica, sus seguidores estaban dispuestos a creer fervientemente en él y desplegaron un movimiento que provocaba una fascinación hipnótica en mentes propensas a creer en su discurso apocalíptico, mesiánico y destructivo. 


Hitler soñaba con un Armageddon entre los arios y los judíos, y la Operación Barbarroja para conquistar el "espacio vital" (Lebensraum) en la Rusia europea, era esa batalla final. En este sentido, la Ostkrieg era una Vernichtungskrieg, una guerra de exterminio, y a la vez la guerra final. Redles considera que la decisión del aniquilamiento de los judíos se tomó meses antes de la Conferencia de Wannsee, de enero de 1942, y por ello los Einsatzgruppen comenzaron a fusilar sistemáticamente a todos los judíos que hallaban en la URSS invadida, a partir de agosto de 1941, incluyendo a niños, mujeres y ancianos. -No era una guerra convencional de ocupación y conquista, sino una guerra ideológica, un conflicto bélico tras el cual se establecería el milenio nazi.
El autor se adentra, en este texto, en el mundo de las creencias y el ocultismo, tan arraigadas en la Europa de entreguerras y, sobre todo, tan difundidas en un mundo que parecía estar al borde del precipicio tras la Gran Guerra. Se trata, entonces, de una dimensión a tener presente en el estudio del siglo XX, marcado a fuego y sangre por la confrontación de religiones políticas.

David Redles, Hitler's Millennial Reich: Apocalyptic Belief and the Search for Salvation. New York, New York University Press, 2005.

sábado, 10 de febrero de 2018

"Totalitarianism and Political Religion", de A. James Gregor

Estudiar los itinerarios intelectuales es una tarea ardua, en la que Gregor es un experto. Las corrientes de pensamiento que han desembocado en gobiernos totalitarios se desarrollaron durante los siglos XIX y XX y tuvieron características religiosas que el autor analiza y desmenuza. Fueron religiones seculares, que no trataban sobre el más allá sino sobre este mundo, pero que tuvieron concepciones teleológicas de la historia -el triunfo de una clase social o una raza-, así como profetas, apóstoles, creyentes, dogmas, liturgias y mártires. Y también heresiarcas y apóstatas. 
La trayectoria se inicia con Hegel y su concepción del Estado, sosteniendo que los individuos debían ser guiados por el poder para alcanzar la "verdadera libertad", que consistía en la obediencia y el sacrificio. Su concepción dialéctica influyó en las diversas corrientes hegelianas que le siguieron, ya fueran de izquierda o derecha, pero todas ellas con el elemento común de la supresión de la individualidad al servicio de un ente superior. Ludwig Feuerbach continuó por este camino, pero sostuvo que lo material determinaba al mundo del pensamiento; Moses Hess, por su parte, al materialismo le añadió la idea de la pauperización creciente de las masas, sosteniendo que sólo una sociedad comunista -tras una serie de contradicciones llegaba a esta síntesis final- podía lograr la auténtica emancipación y realización de la humanidad, y que, como buen hegeliano, creía que la Historia iba en este sentido. 
Los textos de Hegel, Feuerbach, Hess y Wilhelm Weitling influyeron en el pensamiento de Friedrich Engels desde muy joven. Engels, siguiendo a Hegel y Feuerbach, antropomorfizó a la Historia Universal y vio en ella un designio y sentido hacia la liberación humana. De Weitling tomó el concepto de que fue el inicio de la propiedad privada y el abandono de la propiedad comunitaria lo que provocó la división entre poseedores y proletarios, entre ricos y explotados. Ese "pecado original" habría de ser redimido por la Historia, con el triunfo de los proletarios y la propiedad colectiva, y en donde Engels estaba convencido de la inminencia de la revolución era en Gran Bretaña, Francia y Alemania. Weitling y Hess, en este sentido, formaban parte de la "Liga de los Justos" que auspiciaba esta liberación en los países mencionados. Engels, pues, reemplazó la rigidez de sus creencias religiosas cristianas por las de un nuevo dogma, la Historia y su redención final.
Karl Marx bebió de todas estas fuentes y así lo expresó en sus primeros escritos. En sus obras publicadas entre 1845 y 1848 (La ideología alemana, La pobreza de la filosofía y el Manifiesto del Partido Comunista, junto a Engels) quedó conformado el núcleo central del canon del pensamiento marxista, continuando lo que ya habían escrito Hess y Engels. Marx y Engels estaban convencidos de que la historia tenía un sentido, una teleología que llevaba inexorablemente a la liberación humana. Tenía un sentido moral, de redención final, tras atravesar un extenso purgatorio. En este esquema no había espacio para la voluntad humana: la Historia tenía leyes inexorables que se cumplían más allá de lo que hicieran o no los individuos.
El materialismo histórico, según James Gregor, rastrea el sentido de la existencia humana y su comportamiento, desde la introducción de la propiedad privada (similar al pecado y la expulsión del Edén) hasta su redención final (la sociedad comunista), en la que la humanidad volverá a su unidad y el fin de sus sufrimientos.  Marx y Engels fueron intolerantes y despreciaron a todo aquel que no aceptara en su totalidad su "socialismo científico", al que consideraron un cuerpo de verdades absolutas e irrefutables. Tras el Manifiesto Comunista, desarrollaron un sistema teórico complejo para sostenerlo. A la muerte de Engels, en 1895, el gran intérprete del marxismo fue Karl Kautsky, quien durante muchos años fue su colaborador. En Rusia, el introductor del pensamiento marxista fue Plejanov. Este intelectual ruso, narodnik en su juventud como tantos otros, se entregó de lleno al estudio del marxismo durante su exilio en Suiza. Según Gregor, Vladimir Ilich Ulyanov -a quien más tarde conoceremos por el seudónimo de Lenin- fue influido tanto por el marxismo de Plejanov como por la lectura de Nikolai Chernyshevsky, gran lector de Ludwig Feuerbach. Para Chernyshevsky, un grupo resuelto habría que conducir al resto hacia las grandes metas de la humanidad: esta idea se desarrolló en Lenin con la "vanguardia del proletariado", el rol del Partido para conducir a la revolución y a la sociedad socialista hacia la meta del comunismo. La variante leninista -una de las tantas corrientes del marxismo que sobrevivió gracias a su heterodoxia, tal como nos lo plantea James Gregor en Marxism, Fascism, and Totalitarianism- surge en el contexto de la intelligentsia rusa, una clase de intelectuales que tomaron contacto con los autores de Occidente pero en el marco de un imperio autocrático que procuraba desarrollarse aceleradamente en sus aspectos materiales, a la par que 
mantenía un férreo paternalismo del Zar. 
Chernyshevsky planteaba la idea de los "nuevos hombres", los "salvadores". Estos eran, en la concepción que habría de desarrollar Lenin, los revolucionarios profesionales que "inyectarían" la conciencia de clase en los proletarios que, hasta ese momento, estaban sin guía. Sin la dirección de estos iluminados, los proletarios sólo alcanzarían la conciencia gremial, pero no la de clase. Si bien en el pensamiento de Marx y Engels no hay espacio para las decisiones individuales, tampoco resultaba claro cuál era el margen para el libre albedrío si la Historia era inexorable en sus leyes del desenvolvimiento de la humanidad. Aquí hubo, pues, una innovación de Lenin para articular a los elementos revolucionarios y poner como objetivo la toma del poder. El libro de Chernyshevsky que influyó en Lenin se llamaba Qué hacer (что делать): el revolucionario ruso tomó ese mismo nombre para el texto en el que desarrolló los primeros contornos de lo que luego habría de conocerse como marxismo-leninismo. Ya en sus primeros pasos, la versión heterodoxa del leninismo fue severamente cuestionada por Rosa Luxemburgo, quien advirtió sobre la hipercentralización en torno a un líder y su dogmatismo cuasi-religioso. Estas críticas también las expresó Nikolai Berdiaev. Ya en 1906, Berdiaev anticipó que Lenin y los suyos impodrían un "socialismo religioso" y un Estado absoluto que anularía todas las libertades. Lenin fue implacable con todos sus críticos, reales o imaginarios, y los acusó sistemáticamente 
como "burgueses". 
En el caso del fascismo, si bien Mussolini tuvo orígenes políticos e ideológicos en el socialismo y el marxismo -fue un destacado dirigente del Partido Socialista italiano antes de la Gran Guerra, y director del diario Avanti!-, no sólo bebió de las fuentes de la ortodoxia del "socialismo científico", sino también de Sorel. Ya entonces comprendió la necesidad de una fe, que era la del mito convocante. Durante la primera guerra, Mussolini leyó con avidez la prosa patriótica de Giuseppe Mazzini y también los trabajos de Giovanni Gentile, que hizo del Estado -y del fascismo- una religión secular, en la que la comunidad estaba siempre por encima del individuo. Gentile fue ministro de Educación y senador de la Italia fascista, y uno de sus principales ideólogos. Lo cierto es que el fascismo vertebró una religión política con numerosos rituales, pero que nunca logró articular una teoría de la historia como el marxismo o el nacionalsocialismo.
El nacionalsocialismo alemán, que no surgió con Hitler sino que sus raíces se encuentran en la centuria decimonónica, se asentaba en un antisemitismo de nuevo cuño. James Gregor explora los trabajos de Richard Wagner -que buscaba recrear la religión germánica a través de su arte, para oponerla al cristianismo al que consideraba judaizado- y del conde de Gobineau, que desarrolló los cimientos de la teoría racial de la pretendida superioridad aria.
Gobineau aseveraba que sólo los arios, y entre ellos específicamente los germanos, eran los creativos que habían plantado las semillas de las grandes civilizaciones, como India, China, Mesopotamia, Egipto, Grecia y Roma. Pero que, al mezclarse con otros grupos, se degeneraban intelectualmente y con ellos comenzaba la decadencia de sus culturas. La raza, para Gobineau, era portadora de características genéticas que se expresaban en distinciones físicas, intelectuales y conductuales. En esta línea argumental prosiguió Houston Stewart Chamberlain. Para todos ellos, tanto los judíos como su concepción religiosa incidieron negativamente en el desenvolvimiento de los germanos, e incluso Chamberlain sostuvo que Jesús debió haber sido un ario.
Gregor observa atinadamente que Hitler no era una persona que citara libros o autores, y que su biblioteca se perdió. Si bien se puede deducir que se formó en este clima de pensamiento völkisch racista y antisemita, hubo otros personajes de su entorno que pudieron articular una concepción elaborada. Uno de ellos fue Alfred Rosenberg, quien pasó a la historia como el gran ideólogo del nazismo. Rosenberg, que nació en Estonia en tiempos del Imperio Ruso, tuvo una gran infuencia en Hitler quien, totalmente enfocado en la política, tomó sus ideas a grandes trazos. En su concepción racista, los nórdicos no sólo ocupaban la máxima jerarquía en la escala humana, sino que además para desarrollarse plenamente debían ocupar un "espacio vital" (Lebensraum) y fundamentalmente dedicarse a la vida rural, ya que las grandes ciudades corrompían. Los otros pueblos debían ser dominados por minorías nórdicas. Asimismo, el esquema de Rosenberg no sólo incluía la "pureza racial" -las mezclas habían "debilitado" a los nórdicos-, sino también la creación de una iglesia alemana, despojada de los elementos judíos del cristianismo. Adolf Hitler no quiso entrometerse con la religión durante la guerra, dejando este capítulo para después del conflicto bélico, aunque hay indicios de que quería favorecer una religión que recuperara las viejas creencias nórdicas precristianas. Los elementos religiosos aparecen en el nacionalsocialismo: la idea de una redención y del milenarismo, los rituales, las verdades incuestionables, aunque también con apariencia científica.
Las ideologías racistas fueron derrotadas en la segunda guerra mundial, pero no el marxismo-leninismo. Gregor dedica su último capítulo al maoísmo y a Pol Pot, derivados del marxismo soviético, aunque con el protagonismo de los campesinos, en un apartamiento completo del marxismo tradicional. El libro finaliza con una serie de reflexiones sobre otras corrientes nacionalistas autoritarias, aunque despojadas de la narrativa religiosa que tuvieron los fenómenos totalitarios.
Un texto que provoca reflexión, que despierta curiosidad y que genera interés en torno al siglo más sangriento de la historia humana.

A. James Gregor, Totalitarianism and Political Religion: An Intellectual History. Stanford, Stanford University Press, 2012.

sábado, 3 de febrero de 2018

"Mussolini and Italian Fascism", de Giuseppe Finaldi.

El fenómeno político del fascismo nace en las trincheras de la primera guerra mundial y se asienta no sólo en los combatientes que vuelven a sus hogares, sino también en la profunda insatisfacción con un régimen democrático basado en los favoritismos y el clientelismo. Italia combatió, pero obtuvo muy poco de la victoria. Al poco tiempo se temió que la revolución bolchevique pudiera tener éxito en la península, sobre todo en el llamado "bienio rojo", momento en el que los escuadristas fascistas fueron la fuerza de choque frente a la izquierda revolucionaria. 
Es Mussolini quien llega al poder en 1922, no el Partido Nacional Fascista. Los escuadristas fascistas fueron los que se desplegaron y caminaron hacia Roma, pero sus dirigentes locales (los ras), no obtuvieron gran provecho de que Benito Mussolini arribara al puesto de primer ministro, teniendo una exigua minoría en el parlamento. Rápidamente se apartó de las consignas republicanas y anticlericales, y se transformó en un defensor de la monarquía, llegó al Pacto de Letrán en 1929 por el cual reconoció al Estado Vaticano como país independiente, y absorbió dentro del Partido Fascista a la Asociación Nacionalista Italiana, que le proveyó de figuras con una proyección intelectual y respetabilidad de las que carecía su grupo de escuadristas. Así, gran contenido de lo que luego se conoció o interpretó como fascista, fue de raigambre nacionalista, como el corporativismo, la idea de la nacionalidad enraizada con la religión y la autarquía económica. El fascismo sostenía un juvenilismo belicoso, y también había tomado del futurismo su fascinación por la tecnología, la velocidad y la vanguardia artística. Habrá de ser el filósofo Giovanni Gentile, ministro de Educación, quien intentará darle un contenido articulado y sistemático al fascismo, para que el régimen fuera mucho más que el culto a la personalidad de Mussolini. A diferencia del marxismo-leninismo -recordemos que Mussolini tuvo orígenes marxistas- y del nacionalsocialismo, el Partido estaba sometido al Estado. No tenía una fuerza de choque como las SA y las SS, ni tampoco contaba con una policía secreta al estilo de la Gestapo nazi o la Cheka/NKVD soviética. Su régimen de alguna forma se fue apoderando del sistema, pero con constricciones que no le permitieron el poder absoluto.

El autoritarismo fue creciendo y no fue una imposición rápida, sino un proceso paulatino de rendición de las otras fuerzas políticas. Fue prohibiendo a los otros partidos políticos y prensa opositora, pero con escaso derramamiento de sangre. No hubo asesinatos masivos, purgas o campos de concentración al estilo nazi y soviético, y el hecho de que la muerte del diputado socialista Giacomo Matteotti sea el gran crimen que se le atribuye, pone en evidencia que su metodología no se basaba en el terror como los otros regímenes que habían emergido en Europa en esos años. Es sumamente probable que una persecución sistemática y un sistema carcelario como el GULAG haya sido inviable por la presencia de la monarquía, las Fuerzas Armadas y la Iglesia Católica. Estas instituciones tradicionales fueron un freno al desarrollo del fascismo y su asalto total al poder. Un régimen opresor, sí, pero en mucho menor grado que la Alemania nazi o la URSS, a pesar de las pretensiones totalitarias de Mussolini. En general, el régimen confinaba a sus opositores -fascistas o no- a islas en el sur, situación muy diferente a la de sus pares totalitarios.
Mas Mussolini no aspiraba sólo a sentarse en el poder y disfrutar del mismo, sino que acariciaba un proyecto de fascistización de la sociedad italiana, para convertirla en un pueblo de guerreros, despertando del letargo a los legionarios romanos de antaño. Para ello no sólo siguió utilizando su propio medio de comunicación, el diario Il Popolo d'Italia, sino que además buscó crear una conciencia nacional belicosa en los niños, con la Opera Nazionale Balilla, formándolos desde la infancia en su preparación para la guerra. En esto no difería de la Hitlerjugend o los pioneros del mundo soviético, que también utilizaron a los niños y adolescentes en su adoctrinamiento temprano. A los adultos llegaba de otro modo, con la Opera Nazionale Dopolavoro y la instauración del sabato fascista, administrando el tiempo libre y proveyendo de distracciones a una población que también necesitaba de sus momentos de respiro y divertimento. Para recrear el Imperio Romano en el Mediterráneo, los Balcanes y el norte de África, hacía falta disciplinamiento militar, pero también circo. Fue el tiempo de la masificación del fútbol con la construcción de estadios, a la par que estimulaba la preparación física.
La brutalidad del fascismo y su afán de conquista se hicieron evidentes en su política colonial en Libia y en la conquista de Etiopía. Pero el régimen fascista no estaba preparado para un conflicto bélico con las grandes potencias europeas. Su nivel de producción estaba muy por debajo del de sus potenciales enemigos, ni tampoco podía destinar muchos recursos a la carrera armamentista. A pesar de toda su retórica anterior, a partir de 1938 dio inicio a una política antisemita que sorprendió a muchos, ya que los judíos italianos eran una minoría ínfima en Italia, y durante la primera guerra llegó a haber cincuenta generales italianos judíos. Era una política racista forzada por su alianza con la Alemania nazi, que incluso afectó a importantes líderes de su propio partido. 
Durante la guerra, Italia se transformó en un satélite de Hitler, por su propia incapacidad en los frentes que creó en el norte de África y Grecia, llegando a perder Etiopía cinco años después de haberla conquistado. Los nazis interpretaron estas rápidas derrotas como una demostración de su teoría racial, de que los italianos eran un pueblo genéticamente degenerado y decadente. La deportación de los judíos italianos a los campos de exterminio se realizó en la etapa de la llamada República Social Italiana, el régimen títere de Mussolini sostenido por las tropas alemanas. Tras su deposición por el rey Víctor Manuel III y su giro hacia los Aliados, sólo el sostén de Hitler pudo prolongar la agonía del fascismo que, inexorablemente, veía cómo la península itálica se le escapaba de las manos. Las tropas aliadas eran retratadas como "racialmente degeneradas" y que aspiraban a repoblar Italia, y se hicieron posters de propaganda que retrataban a soldados negros tomando a mujeres italianas como rehenes. Las antiguas regiones que habían estado dentro del Imperio Austríaco fueron formalmente anexadas a Alemania, sin que Mussolini expresara una queja: se había convertido en un espectro esperando su destino fatal. La ironía quiso que Mussolini fuera atrapado, mientras intentaba huir a Suiza, vistiendo un saco militar alemán. Fue ejecutado y exhibido en la plaza de Milán: dos días después, Hitler se suicidó. 
El libro de Giuseppe Finaldi contiene un apéndice con mucha documentación, que apoya la narración precedente. 

Giuseppe Finaldi, Mussolini and Italian Fascism. New York, Routledge, 2013.

jueves, 1 de febrero de 2018

"Mussolini", de Martin Clark.

Aventurero de la política, Mussolini supo fascinar a gran parte de sus contemporáneos, dentro y fuera de Italia. Desde sus orígenes socialistas, durante la primera guerra mundial se transformó en un ardiente defensor de la participación de su país en el conflicto bélico, e incluso combatió en las trincheras. Fue, ante todo, un divulgador de ideas, sin originalidad, pero que supo usar las herramientas del periodismo para construirse una imagen, una reputación y resonancia. Viajó poco -sólo a países limítrofes y siempre vinculado a las comunidades italianas-, leyó en forma desordenada y con poca profundidad. Como señala el autor, leyó el Manifiesto Comunista pero no El Capital, en su etapa socialista.
Creó su propio diario, Il Popolo d'Italia, para sostener la participación de Italia en la Gran Guerra contra Alemania y, en particular, contra el Imperio Austro-Húngaro. Esto significaba la ruptura de la llamada Triple Alianza. Finalmente, en 1915 rompió esa alianza para sumarse con sus armas a Francia y Gran Bretaña, con el objetivo de ocupar la costa dálmata, la ciudad del Fiume (actual Rejika) y el Alto Adigio. Tras ser herido en el frente de guerra, Mussolini retornó a Milán para seguir escribiendo a favor del patriotismo y el refuerzo de las tropas en la guerra. 
Los resultados, no obstante, no fueron los buscados. Italia sumó al Alto Adigio pero no logró recompensas en el Adriático. Los efectos de la revolución bolchevique se hicieron sentir en la península, provocando huelgas y despertando sueños revolucionarios en los socialistas. Gabriele D'Annunzio fue una voz que se alzó en clave nacionalista y ocupó Fiume durante unos meses, ante la pasividad de las fuerzas armadas italianas y el gobierno. Benito Mussolini, que observaba con cautela, no se sumó a esta aventura. Sabía que a los italianos no les preocupaba la adquisición de territorios en la costa dálmata. De allí que se proclamara como un sostén del orden frente a los socialistas, y aprovechó a los grupos escuadristas que se enfrentaban a los huelguistas. En la práctica, los escuadristas -antiguos combatientes y jóvenes- no le obedecían a él, sino a líderes locales a los que se llamaba "ras". Sin embargo, con suma habilidad supo crearse la imagen de líder que los impulsaba y, a la vez, que controlaba su fuerza para que no se desbordaran. 
Con estos elementos conformó el Partido Nacional Fascista. El liberal Giovanni Giolitti, acechado por el Partido Socialista y el Partido Popular (católico), sumó al fascismo al Bloque Nacional en los comicios parlamentarios, con la esperanza de controlar esa fuerza. Al renunciar Giolitti, lo sucedió Facta, señal de un régimen que se iba debilitando frente a las amenazas emergentes. Martin Clark remarca el carácter improvisado y aventurero de Mussolini al llegar al poder tras la demostración de fuerza en la marcha sobre Roma, de 1922, una jugada que le resultó afortunada porque el Rey Víctor Manuel III no quiso detenerlo pero, sobre todo, por el vacío político en el que actuaba. Y en la política, como en la naturaleza, existe el horror vacui y alguien o algo siempre, siempre lo ocupa.
Martin Clark traza una neta distinción entre el fascismo y el mussolinismo: el fascismo era el escuadrismo y, cuando Mussolini lo fue desactivando para darle importancia al Estado, se fue transformando en un culto a la figura del Duce. En rigor, nunca hubo una definición del fascismo ni Mussolini jamás logró articular una visión de la historia del movimiento que encabezaba, por lo que sus pretensiones totalitarias -que las manifestó- nunca las pudo desplegar. Fue un régimen autoritario, sí, pero que nunca logró el control total de la sociedad italiana y que debió convivir con contrapesos tradicionales: la Iglesia, la monarquía, las fuerzas armadas, la aristocracia. Y a pesar de su voluntad de crear un hombre nuevo italiano, buscando antecedentes en la antigua Roma, sólo consiguió que una gran mayoría de los italianos fuera a-fascista, logrando acomodarse en la vida cotidiana a los requerimientos del régimen.
Mussolini ambicionaba crear un gran imperio mediterráneo y africano. Esto lo condujo a la invasión de Etiopía, una nación independiente que integraba la Liga de las Naciones. Desde Eritrea y Somalía italiana, ambas colonias, se lanzó un ataque contra este antiguo imperio africano y fue repudiado especialmente por el Reino Unido. La voz más fuerte fue la de Anthony Eden. Mussolini se sintió descolocado por el rechazo británico y francés, ya que Italia había sido aliada de estos países en la primera guerra mundial. La Liga de las Naciones llamó a aplicar sanciones económicas a Italia, lo que le dio a esta guerra una gran popularidad al herir el orgullo nacional. La victoria militar le dio impulso a Mussolini y la corona imperial fue otorgada a Víctor Manuel III. No obstante, el costo de esta guerra fue su alejamiento de Gran Bretaña y Francia, con el consecuente acercamiento a Alemania. Esto se tradujo en un guiño favorable a la ocupación militar alemana de Renania, el visto bueno a una mayor ingerencia de Berlín en Austria y hasta una aproximación a las posturas antisemitas. Esperaba, ingenuamente, que Hitler lo tomara como un par y que le dejara tener las manos libres en el Mediterráneo, los Balcanes y África. Si bien el dictador alemán estaba obsesionado con la limpieza étnica y la ocupación de Europa Oriental, nunca establecieron claramente sus respectivas esferas de influencia ni tampoco coordinaron políticas exteriores comunes. Mussolini, solo y sin nadie en quien confiar, se fue plegando a los deseos del régimen nazi y se fue transformando en un actor de segunda. La participación italiana en la guerra civil española, a favor de Franco, fue creando informalmente el Eje antes de que existiera un pacto en ese sentido.
Así fue como se dejó sorprender, una y otra vez, por decisiones que Hitler tomaba, como la invasión a Checoslovaquia en 1939, el ataque a Francia y, luego, a la URSS. Mussolini era plenamente conciente de las falencias de sus fuerzas armadas y estimaba que podía estar en condiciones recién en 1942. Su involucramiento en la guerra, en 1940, en parte fue para evitar quedar como un actor menor, y en parte para demostrarle a Hitler que él podía ser el amo del Mediterráneo. Esto lo llevó a un callejón suicida: el ataque a Egipto, la invasión a Grecia, el envío de tropas a la URSS, no sólo dispersaron sus tropas, sino que además fueron decisiones fallidas en el plano militar. La guerra no era popular entre los italianos que, además, resentían de los alemanes. Su caída en 1943 y su reinstalación por parte de los alemanes hasta 1945 en su ficticia "República Social Italiana", no hicieron más que poner en evidencia que era una figura en rápida decadencia, una marioneta, desesperado por salvar los últimos jirones de su régimen.
Martin Clark dedica un último capítulo a los historiadores del período fascista, una cuestión difícil en sí misma, y que el fin de la guerra fría ayudó a abrir nuevas puertas para la investigación.

Martin Clark, Mussolini. London, Routledge, 2014.